Icono del sitio La Razón

Símbolos en el estado de guerra

En horas de la noche del paro convocado por la dirigencia cívica cruceña, el 11 de octubre de 2021, un puñado de unionistas irrumpieron violentamente en una zona populosa, arengando: “El Plan Tres Mil no es masista” y acto seguido, en un hecho oscurantista, quemaban wiphalas. Esa zona cruceña es habitada por pobres y, entre ellos, por migrantes aymaras. Igualmente, el domingo aciago del golpe de Estado perpetrado en Bolivia en noviembre de 2019, exaltados miembros de la Resistencia Juvenil Cochala (RJC) quemaban wiphalas, irónicamente en la Plaza de las Banderas en Cochabamba.

Esos actos medievales se insertan en el estado de guerra que, desde hace 15 años, vive Bolivia. Esta idea trabajada inicialmente por Thomas Hobbes y, posteriormente, retomada por Michel Foucault es para dar cuenta que no necesariamente estamos en guerra, sino en un estado de guerra que es un espacio de tiempo donde hay la voluntad para enfrentarse. Desde 2005, cuando los indígenas portando wiphalas llegaron al poder, en Bolivia se insertó en el imaginario social esa voluntad de enfrentarse e, incluso, en los momentos más críticos, por ejemplo, en las masacres (de Porvenir, Sacaba y/o Senkata), revelaron algo más abominable: el aniquilamiento del otro.

Entonces, ese estado de guerra que acompaña al proceso de polarización que, dicho sea al pasar, es su profundización. En Bolivia, desde su nacimiento como República, la polarización fue un ingrediente constitutivo. Esa polarización se reflejó fundamentalmente en un par de clivajes: el étnico y el regional, que conjuntamente con la polarización política/partidaria (masista/antimasista) que quizás condensa los dos clivajes anteriores. Ese estado de guerra de la polarización boliviana sirve para amortiguar algo peor: la guerra civil. Entonces, la disputa se libra en el campo simbólico, donde cobra un sentido político. O, parafraseándolo a Carl Von Clausewitz diríamos: La política es la continuación de la guerra por otros medios.

Nicolás Maquiavelo en su libro Del arte de la guerra reflexionó que, aparte de que un ejército tiene que equiparse de armas y soldados para la guerra, debe tener banderas y cornetas. En los estándares del ejército, además, deben llevar signos distintivos ya que todo ese dispositivo simbólico tiene el propósito de formar un “sentimiento patrio”. Obviamente, los símbolos son fundamentales para la conformación de las “comunidades imaginarias” que hablaba Benedict Anderson. Por eso, las banderas por sí tienen la función integradora, pero en un estado de guerra pueden ser peligrosas con efectos adversos y, por lo tanto, imprevisibles.

En todo caso, Maquiavelo no buscó exaltar la guerra, sino, todo lo contrario, advertir de los riesgos de esa máquina de guerra que opera detrás de las trifulcas en un contexto bélico. Los símbolos dicen más allá de lo que representan. No es casual, por ejemplo, la iconografía de la RJC es esencialmente fascista. O que la Unión Juvenil Cruceñista (UJC) use una cruz verde semejante a la “cruz de los caídos” que hoy genera un debate en España para extirpar ese símbolo ominoso del franquismo de algunos espacios públicos.

En ese estado de guerra de la polarización boliviana, por lo tanto, se comprende el recurrente ultraje a la wiphala. Este emblema de los pueblos indígenas, luego ícono del Movimiento Al Socialismo y, finalmente, símbolo del Estado Plurinacional. No es casual, en una equivalencia discursiva, la wiphala se convirtió en un “símbolo del enemigo” para los sectores criollos/mestizos y, a la vez, reactivó su racismo colonial.

Yuri Tórrez es sociólogo.