Al momento de debatir los efectos negativos de las redes sociales, consideremos la primera y quizás más frecuente forma en la que usamos internet para conectarnos con otras personas: el chat.

El chat en red precede a internet; es posible que no exista un uso más obvio para dos computadoras conectadas. En 1988, la primera versión de Internet Relay Chat (IRC por su sigla en inglés), puso a disposición de muchas personas un método de comunicación novedoso y, sin embargo, familiar: grupos de usuarios que se eligen entre sí y luego escriben juntos en tiempo real. A partir de allí, el chat estuvo en todas partes.

Muchos de los problemas que las personas identifican con las redes sociales no se deben a los chats, sino a los canales de contenido web. Son demasiado estimulantes. Son muy aburridos. Nos hacen odiarnos a nosotros mismos. Nos obligan a identificar desinformación o a caer en sus trampas. Nos fuerzan a soportar las peores partes de la celebridad. Es lo opuesto a una experiencia social: es alienante.

Publicar en un canal de contenido web es una forma artificial y bastante extraña de comunicarse con, digamos, amigos cercanos o familiares, quienes están combinados en la misma audiencia, y están convocados a ¿qué, con exactitud? ¿Consumir tu transmisión? ¿Hablar contigo en semipúblico? Estas dinámicas son la verdadera novedad de las redes sociales; son por supuesto muy poderosas y lucrativas para las personas que las activan. También son lo que al parecer solemos señalar cuando hablamos de cómo nos hace sentir internet, sobre todo cuando el sentimiento es negativo.

Chatear no es publicar. Se desarrolla en tiempo real, o al menos puede serlo, si ambas partes están presentes. Los chats se seleccionan a sí mismos: son conversaciones a las que decides entrar con otra persona o con varias. Te unes, te sales. Tienes la libertad de entrar y salir. Los grupos autoseleccionados tienden a compartir algo, si no un conjunto de normas y expectativas bien entendidas, al menos un interés o propósito en común. Son privados por defecto y tienden a tener una gran libertad para establecer sus propias reglas, incluso en grandes servicios centralizados. Puedes ver todo desde el chat, y nadie puede verte.

Luego están los beneficios que son casi demasiado obvios como para escribirlos. Chatear es como pasar el rato. Contrastemos eso con la vida en los canales de contenido web, donde cada publicación es una puesta en escena fundamentada por la específica e invisible perspectiva de un usuario sobre una plataforma que no comprende del todo.

La bendición y la maldición del chat siempre ha sido lo difícil que es monetizar la conversación; se sentiría, más que un anuncio en un canal de contenido, como una interrupción. Esto ha relegado nuestras conversaciones más importantes y satisfactorias a funciones atrapadas dentro de un contexto de subsidio más amplio —AOL, Gmail, Facebook, el juego de tu elección— y ha dejado al resto del mercado obligado a especializarse (Campfire, Slack, Signal) o pelear por las sobras. Estos servicios, la mayoría de ellos incompatibles entre sí, van y vienen, lo que deja nuestro canal de retorno colectivo en un estado de fragmentación y desorden perenne. También es complicado mejorar el chat. Algunos servicios pueden funcionar mejor que otros o tener algunas funciones adicionales. Pero el mejor servicio de chat es, como siempre ha sido, el que no tienes que pensar en usar.

Ya chateábamos antes de que los canales de contenido web tomaran el control, y seguiremos chateando cuando desaparezcan. Mientras tanto, lograr que nuestra experiencia en internet sea más placentera podría ser tan simple como publicar menos y chatear más.

John Herrman es columnista de the new york times.