Autopsia de un momento histérico
Por algunas semanas, el ruido políticomediático nos prometió grandes convulsiones, nos quiso convencer de la inminencia de una nueva batalla final entre el bien y el mal. Pero, al final, parafraseando a Esopo, la montaña parió nomás un ratón. Conflicto que, en todo caso, reveló los límites de la polarización y la emergencia de una conflictividad más diversificada.
Pocas veces tanto afán ha producido resultados tan módicos. Después de dos meses de idas y venidas, “huelga indefinida” mediante, la cosa quedó en la abrogación del supuesto plan norcoreano del Gobierno para controlar la plata de la informalidad y en regalarle oxígeno a alguna dirigencia gremial decadente.
Eso sí, se ha certificado que en nuestra política no suele ganar el que mete más goles, sino el que comete menos autogoles, panorama patético que en este caso alcanzó una dimensión difícil de superar. En ese punto, resulta ocioso declararse vencedor, como si eso importará después de tanta confusión.
Pero, con todo, hay enseñanzas interesantes. En primer lugar, el lento agotamiento de la retórica polarizadora, cuyos rendimientos políticos son decrecientes. Al punto que para movilizar se tenga que recurrir a una mayor desmesura en las expectativas, antesala de la frustración. Para muestra, un botón: Calvo acosado por sus partidarios, minutos después de atribuirse una pírrica “victoria”.
Seguimos traumatizados por un pasado que hace que las dirigencias opositoras piensen que todo lo que hace el Gobierno es una conspiración castrista-mordoriana y que los oficialistas vean un nuevo golpe detrás de cualquier movimiento opositor. El problema no es tanto que esas sospechas sean fundadas o no, sino en la manera excesiva y neurótica en que se expresan e influyen en decisiones clave, azuzadas por una histerización mediática irresponsable.
El desajuste se exacerba cuando esas narrativas se alejan de las expectativas y percepciones cotidianas de los ciudadanos, perdiendo su capacidad de provocar adhesiones masivas y acciones colectivas determinantes. Algo de eso pasó en estos meses. Al final, el conflicto alcanzó una intensidad moderada, se mantuvo localizado y sin movilizar nacionalmente. Sin el apoyo parcial de gremiales y transportistas hubiera fracasado totalmente. Aún más, creo que el saldo es malo para ambos polos: mucha gente terminó fastidiada ante un barullo percibido como inútil.
Se ha evidenciado, en suma, que no hay condiciones para una nueva ruptura institucional ni para derrotar, totalmente y ahorita, al denostado adversario. Por tanto, habrá que irse acostumbrando y pensar en algún tipo de coexistencia.
Esa matización viene acompañada de otro rasgo aún más relevante: la emergencia de una pluralidad de actores que intervienen en el juego político con mayor autonomía para defender sus intereses y que no dudan en instrumentalizar las pulsiones de los polos en su provecho. En esta vuelta, gremialistas y otros protagonistas de la economía informal hicieron retroceder al Estado, ayudados por moros y cristianos.
Sectores que además pertenecen al mundo nacional popular, donde la hegemonía masista parece estar crujiendo debido a la aparición de auténticas contradicciones internas en torno a la agenda reguladora y modernizadora del Estado. Desorden que también tiene que ver con la indefinición en la gobernanza del oficialismo y en el rol de Evo Morales en ese dispositivo. Las oposiciones parecen influir poco en esos temblores en la medida que siguen alienadas por sus obsesiones anti-masistas y hegemonizadas por el extremismo regionalista.
Frente a esos esbozos de re(des)composición, la gestión política de los actores partidarios formales, incluyendo al Gobierno, aparece desbordada, atrapada en tópicos repetidos hasta el cansancio, con dificultades para releer las expectativas sociales y dando muestras de gran desorden e improvisación táctica. Gobernabilidad frágil, urgencia de ajuste comunicacional y de manejo político.
No hay mejor epílogo que las palabras de Francisco Figueroa, inefable dirigente de una facción gremialista, quien se dio cuenta, a tiempo, que había que recoger las fichas ganadas en la partida y pasar a otra cosa y que nos invitó cínicamente a volver al bochinche el próximo año si seguíamos teniendo “problemas”. Después de carnaval, hombre sensato. Amén.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.