Voces

Wednesday 24 Apr 2024 | Actualizado a 11:16 AM

¿El último round de Rómulo Calvo?

/ 22 de noviembre de 2021 / 01:23

Un error de occidente al momento de estudiar a Santa Cruz es pensar que la élite política cruceña es uniforme, que los bloques de poder actúan de manera unificada y que responden todos a los mismos intereses; o que la “unidad cruceña” lo resiste todo.

Estas últimas semanas, las diferencias en la élite política de Santa Cruz fueron notables, por lo que la exposición de lo sucedido resulta muy útil para intentar comprenderlas.

El Comité Cívico pro Santa Cruz convocó a un paro indefinido porque Rómulo Calvo vio una oportunidad para revitalizar su liderazgo en los reclamos y temores de los gremiales y transportistas por la Ley 1386. Con habilidad, Calvo permitió que el comité sirviera de espacio de expresión de demandas de sectores que tradicionalmente no están afiliados al movimiento cívico, sino más bien al MAS.

Por otra parte, el gobernador Luis Fernando Camacho, que desde hace tiempo está en una búsqueda de la hegemonía política sobre su región, entendió que sumarse muy pronto al paro podría tener un efecto contraproducente sobre los sectores populares de Santa Cruz que él busca conquistar; además, existía el riesgo de que la medida fracasara. Así que, estratégicamente, Camacho no apareció durante los primeros días del paro. Solo se sumó cuando el paro ya se había consolidado. Fue en ese momento que sus voceros se encargaron de regar la nueva de que si Camacho no convocaba el paro, tampoco lo hacía el comité cívico. El camachismo hizo una intensa campaña para quitarle protagonismo al comité. En sus recorridos por las rotondas, Camacho se mostró empático con las demandas de “nuestros gremiales” y “nuestros transportistas”; nunca las atribuyó al comité.

Camacho aprovecha el paro para darse un baño de multitudes. El paro le sirve para acercarse al ciudadano que se pregunta dónde estarán las obras de Luis Fernando como gobernador. El nuevo mandamás cruceño está intentando sustituir al excaudillo regional Rubén Costas, lo que no es fácil, tanto porque se necesita tiempo como porque hoy mucho menos dinero está depositado en las arcas de la Gobernación. Por eso, su argumento siguen siendo las calles, no la gestión.

La consolidación del paro no fue obra de Camacho, Calvo o los grupos movilizados. Lo que consolidó un paro que al principio languidecía fueron los siguientes hechos: una represión exagerada de la Policía el primer día (cara factura pagada por el Gobierno por sancionar con razón a esta institución por el motín policial de 2019), el desfile de tropas militares rumbo a Santa Cruz (aunque en realidad se trataba de un aniversario del ejército y no tenía el objetivo de amedrentar, creó la indignación que se necesitaba) y, finalmente, la salida de algunos militantes del MAS a desbloquear. En lugar de trabajar y normalizar al país, esos masistas cayeron redondos en la propuesta de la oposición: parar.

Gracias a todo esto, durante una “gloriosa” semana, Calvo convocó a los cívicos de todo el país, encabezó uno de los polos y, por un momento, se convirtió en el líder más importante de la oposición. En medio de este auge, Camacho tomó la decisión de desplazarlo. El líder de Creemos no podía permitir un liderazgo en ascenso en su propia región. Camacho tiene claro que su proyección no es nacional y que lo único que posee con seguridad es el territorio oriental, que no puede poner en juego.

Con esto, Camacho no se porta distinto que cualquier otro caudillo. Su egocentrismo también explica por qué no postuló Svonko Matkovic como candidato a alcalde, pese a que con la fuerza de Creemos en Santa Cruz de la Sierra era imposible que este perdiera. Pero esto hubiera significado la existencia de “dos cabezas”, lo que era intolerable para Camacho.

Una vez que la movilización consigue la abrogación de la Ley 1386, Rómulo Calvo no sabe cómo administrar la victoria y comete el gravísimo error de un ludópata: no recoger el premio e ir por más. Camacho reconoce la debilidad de la medida y, como denunciaron desde el propio comité, presiona para su suspensión, primero, y luego, cuando esta se produce, manda a su militancia a pedir la renuncia de Calvo con acusaciones imperdonables para un comiteísta: “Transó con el MAS”, “cobarde”, “no nos consultó”, etc.

Por su lado, el MAS, en lugar de alquilar balcones y disfrutar de lo que podría ser el “último round” de Calvo, se equivoca nuevamente e ingresa a la pelea: judicializa a Calvo (aunque este es una “joya” y no necesita que el MAS le abra procesos; los tiene solo: viene acumulando causas desde 2003). Al parecer, el MAS sigue sin entender que en ese territorio solo se pierde, con o sin causa justa, porque el desprestigio de la Justicia es tan grande que arrastra y porque logra lo contrario de lo que desea: cohesionar a sus adversarios.

Camacho debe enfilar detrás suyo al comité para hegemonizar al departamento. Falta saber si lo logrará en los próximos meses apartando a Calvo.

Susana Bejarano es politóloga.

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Democracia a golpes

El antagonismo debe ser aplacado a tiempo, antes de llegar a mayores.

Los bochornos durante la sesión legislativa

Por Susana Bejarano

/ 3 de marzo de 2024 / 06:54

Dibujo Libre

El comunicador político argentino, Mario Riorda, publicó en su cuenta de X unos datos muy interesantes relativos a la devaluación del debate público. Los datos los extrajo del artículo en inglés “Examen de las tendencias de largo plazo en la política y la cultura a través del lenguaje de los líderes políticos y las instituciones culturales”, de Kayla Jordan et al. Este documento analiza textos políticos, discursos e intervenciones en las cámaras de todos los presidentes de Estados Unidos, Reino Unido, Canadá y Australia, así como dos millones de artículos del New York Times, 5.400 libros, los subtítulos de 12.000 películas y las trascripciones de 20 años de la CNN, entre los años 1800 y 2000. Como resultado, el estudio llega a la conclusión de que en los últimos dos siglos hay un “decrecimiento promedio del pensamiento analítico (capacidad argumental coherente) y una caída estrepitosa de este tipo de pensamiento en los debates políticos”.

No hay que ir tan lejos para saber que el debate público, los ataques sin argumentos, con descalificaciones personales, son el pan de cada día en la esfera pública mundial y, asimismo, en la boliviana. Esta semana, la cámara de Diputados dio nuevamente la nota con dos peleas campales en torno a la definición del orden del día de una importante sesión. El bochorno fue tal que hasta medios internacionales cubrieron lo que pasó. Vimos a diputados y diputadas cumplir tareas específicas, como tomar la testera, cuidarla, empujar, jalonear, escupir, exponer técnicas de box, hacer reclamos acalorados por el refrigerio… Para alimentar aún más el show, los diputados sacaron sus cámaras y filmaron episodios específicos para documentar quién era más bárbaro. Estos “representantes” han perdido tanto el respeto al país como se lo han perdido a ellos mismos. Puesto que las bancadas de las tres fuerzas políticas con representación parlamentaria están divididas, la lluvia de insultos y golpes no solo se produjo entre adversarios conocidos, sino también entre excompañeros y examigos, lo que volvió todo aún más absurdo y triste.

Hoy no falta quien se desgarre las vestiduras por lo sucedido en la Asamblea Legislativa, sin pensar que no fue un rayo en cielo sereno, sino la continuación de las borrascas que sacuden el debate político boliviano en los medios tradicionales y las redes. Es cierto que estos espacios, por ser virtuales, no permiten un ejercicio de la violencia física. En cambio, ¡qué despliegue de violencia verbal y psicológica al que dan lugar!

Hemos llegado a un punto de la polarización alimentada por estos nuevos medios de comunicación y que se expresa en la debacle del razonamiento analítico de la que alerta Riorda, que los políticos democráticos hoy temen llegar a acuerdos y ser vilipendiados por eso. En las últimas semanas, todas las fuerzas políticas se han acusado entre sí por haber establecido alguna negociación con el “enemigo tradicional”. Los acuerdos que se han dado hasta ahora, como el que permitió la elección de Andrónico Rodríguez en el Senado a cambio de una agenda legislativa pactada, han sido el resultado de la necesidad antes que del reconocimiento del valor del pluralismo y la cooperación políticos.

El miedo al pacto tiene razones históricas en nuestro país; el concepto remite a muchos al compadrerío que reinó en los años 90 bajo el nombre de “democracia pactada”, un tiempo en el que se confundió pluralismo con cuoteo y difuminación de las fronteras ideológicas por razones oportunistas. Luego de este periodo de corrupción y de arrogancia de los políticos profesionales, que hacían lo que les daba la gana con los ciudadanos, vivimos 13 años de hegemonía del Movimiento al Socialismo (MAS), un lapso en el que los acuerdos con los adversarios se hicieron innecesarios para quienes ostentaban el poder y en el que todas las alianzas se produjeron, por tanto, entre similares (fracciones internas del MAS o articulaciones opositoras). Este largo periodo de hegemonía de un solo partido, completamente extraordinario en la historia del país, bloqueó la capacidad del sistema político para tramitar desavenencias y conflictos por medio de pactos y dio origen a la polarización MASantiMAS, que hoy continúa y explica el temor de varios actores a trabajar de forma pactada junto con sus adversarios.

También puede leer: Agresiones en Diputados: Anuncian al menos 4 demandas tras sesión bochornosa

Pues bien, nadie que tenga sentido de la realidad puede llegar a creer que el bipartidismo MAS-antiMAS, asimétrico por el mayor peso del primero respecto del segundo, volverá en el corto plazo y reordenará el campo político. El MAS ha perdido los dos tercios por razones que no parece sencillo revertir dentro de las actuales circunstancias. Los políticos, por tanto, están llamados a encontrar otro modo de adaptarse a la realidad actual del país y el mundo. Su principal misión, la que les da sentido, es asegurar un orden político más o menos factible, sin hegemonía. Puesto que el MAS ya no puede garantizar estabilidad política, el nuevo orden político solo puede ser el resultado de un tiempo de transición en el que emerja un pluralismo radical (lo explicaré enseguida).

La sociedad esta ideológicamente polarizada en todo el mundo. La lucha ideológica entre los polos no es puramente racional; se sustenta siempre en un elemento de tipo emocional, con el que las masas se identifican. Como dice Chantal Mouffe, toda ideología es una pregunta sobre quiénes son ellos y quiénes somos nosotros. Esto tiende a formar identidades que chocan entre sí y que pueden terminar declarándose la guerra. Mouffe y su pareja, el desaparecido Ernesto Laclau, creen que esta tendencia es peligrosa e inaceptable dentro de una “democracia radical”. Por tanto, deben atenuarse por medio de un pluralismo también radical. Estos autores repudian la tendencia liberal a reprimir el carácter antagónico de la lucha política, pero al mismo tiempo creen que el antagonismo no debe convertirse en guerra civil. La clave reguladora es la conciencia de la comunidad.

Este “pluralismo radical” es un proyecto antes que una realidad, pero, en mi opinión, sirve de referente de la transformación a la que debemos propender. Los pactos de nuestro tiempo no deben hacerse para lograr la exclusión del pueblo o buscar beneficios personales. Deben tener como norte el atemperar la violencia implícita en la lucha política, al mismo tiempo que reconocen el carácter permanente e irreductible de la lucha de clases.

Puesto que formamos una sola comunidad, declaramos que no nos haremos la guerra, aunque esto no impida que nos enzarcemos en disputas ideológicas. En este marco, los pactos no comprometen a nadie, no mancillan ninguna bandera. Son la última posibilidad para evitar la guerra como la política por otros medios.

 (*)Susana Bejarano es politóloga

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‘Genero’: un capricho mal meditado

La esfera de lo artístico y lo político. Susana Bejarano cuestiona en cuatro puntos la acción de Diego Aramburo.

/ 16 de mayo de 2018 / 05:12

El arte escénico (todo arte) está constituido por sus sucesivas rupturas; por tanto, no debe escandalizarnos (ni tampoco enamorarnos) ninguna propuesta que se presente a sí misma como novedosa, solo por llevar este envoltorio.

Desde el pop art hacia adelante, ésta es la pretensión de los creadores: “cualquier cosa puede ser arte”. De acuerdo, supongamos que sí. Esto no implica, sin embargo, que el espectador deba participar pasivamente de la “escena artística contemporánea”. Si todo puede ser presentado como arte, los consumidores también tienen el derecho a cuestionarlo todo; a diferenciar, dentro de esta abundancia, lo valioso de lo banal.

El director y dramaturgo Diego Aramburo presentó, en el Centro Cultural de España en La Paz, un documental escénico, en el que el argumento principal era la discusión de un gesto que él había realizado unas horas antes: se presentó ante el Segip, amparado en la Ley 807, de identidad de género, y cambió su “género”, anotándose a partir de entonces como mujer. Por tanto, no se trataba de un discurso artístico que acabara cuando cayera el telón. Se trataba de lograr una permanente hibridez entre la ficción y la realidad. En adelante Aramburo sería nominalmente “mujer”, aunque, como él se encargó de informar, no cambiaría ninguno de sus modales de hombre: ni sus costumbres sexuales, ni su vestimenta, ni siquiera su nombre; en cambio, sí exigiría que se la llamara “la Diego”.

La puesta en escena de este gesto consistió en una performance donde un cuerpo de actores bailaba mientras en una pantalla aparecían los textos que explicaban la decisión de “la Diego”: el devenir de su decisión. No había demasiadas elaboraciones argumentales; se hacía elucubraciones sobre la paternidad, la muerte, el duelo y otra vez la paternidad. De manera directa Aramburo dijo que lo suyo era una especie de rechazo a lo que socialmente se construyó como concepto de “hombre”. Deploró el machismo y defendió su gesto como un “acto liberador”. Lo que él buscaba era una “renuncia al ser hombre”, aunque, como estructuralmente no había una forma de nominación para ello (no había una casilla destinada a los poshombres o los hombres “nuevos”), entonces optó por asumirse como “mujer” en su carnet de identidad. Más adelante, Aramburo dijo que este gesto también era una forma de solidarizarse con su hija, porque entendía que no era justo que ella tuviera un padre que perteneciera al género machista de la sociedad.

Para ser honesta, los argumentos que presenta el director teatral fueron varios, variados y confusos, de modo que no vale la pena repetirlos todos. Lo que al final quedó fue la grandilocuencia de un gesto que para hacerse exigía algo tan importante como un cambio de género. El nudo de la propuesta no admitía una evaluación estética, porque no era ése su cometido. El núcleo, el concepto básico de este gesto era político. Y en ese nivel podemos discutirlo y debatirlo:

1. En principio, la lucha contra la discriminación de género es un proceso, digamos, heroico, y por tanto los logros que la comunidad transgénero alcanzó en ella tienen que asumirse con seriedad y sin oportunismo. El gesto de “la Diego” me parece un acto simplón e incluso hiriente para esta comunidad. Aun aceptando que la propuesta tenga un fin edificante (solidarizarse con la mujer en el nombre de la hija), habría que preguntarle a Aramburo si acaso no consideró que dicho homenaje (a mi juicio, paternalista) podía banalizar la lucha de los ciudadanos que precisan —en serio— de un instrumento como la ley para enfrentar un conflicto existencial profundo y no para la cursilería que justificó al artista: el pasar de no machista. La verdad es que estamos ante un gesto que, pese a su supuesta radicalidad, es elemental en sustancia y por esto termina siendo vulgar.

2. Como no tiene una justificación real para hacerse mujer, Aramburo se inventa una de un carácter claramente paternalista: él se cambia de sexo porque ser mujer es mejor que ser hombre. Si esta es la contribución de la obra Genero a la lucha contra el machismo, estamos arruinadas. Creo que nadie que no hilvane un discurso demagógico o no lance un piropo ingenuo va a coincidir con esta supuesta superioridad femenina. En todo caso, lo que las mujeres queremos no es que nos idealicen, sino que nos respeten como somos, y que se respeten nuestros derechos.

3. La otra justificación de Aramburo para su gesto, una lección amorosa para su hija, también es dudosa. En la vida real cambiar de sexo no es una anécdota sino un proceso dramático con graves repercusiones psicológicas para la persona que se somete a ella y su familia. Tomarla de otro modo es frívolo.

4. Aunque todo pueda ser considerado arte, debemos desconfiar de los hechos artísticos que parecen demasiado orientados a halagar a su autor, esos que convierten hasta un capricho mal meditado en materia estética digna de consideración pública.

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/ 16 de mayo de 2018 / 05:12

El arte escénico (todo arte) está constituido por sus sucesivas rupturas; por tanto, no debe escandalizarnos (ni tampoco enamorarnos) ninguna propuesta que se presente a sí misma como novedosa, solo por llevar este envoltorio.

Desde el pop art hacia adelante, ésta es la pretensión de los creadores: “cualquier cosa puede ser arte”. De acuerdo, supongamos que sí. Esto no implica, sin embargo, que el espectador deba participar pasivamente de la “escena artística contemporánea”. Si todo puede ser presentado como arte, los consumidores también tienen el derecho a cuestionarlo todo; a diferenciar, dentro de esta abundancia, lo valioso de lo banal.

El director y dramaturgo Diego Aramburo presentó, en el Centro Cultural de España en La Paz, un documental escénico, en el que el argumento principal era la discusión de un gesto que él había realizado unas horas antes: se presentó ante el Segip, amparado en la Ley 807, de identidad de género, y cambió su “género”, anotándose a partir de entonces como mujer. Por tanto, no se trataba de un discurso artístico que acabara cuando cayera el telón. Se trataba de lograr una permanente hibridez entre la ficción y la realidad. En adelante Aramburo sería nominalmente “mujer”, aunque, como él se encargó de informar, no cambiaría ninguno de sus modales de hombre: ni sus costumbres sexuales, ni su vestimenta, ni siquiera su nombre; en cambio, sí exigiría que se la llamara “la Diego”.

La puesta en escena de este gesto consistió en una performance donde un cuerpo de actores bailaba mientras en una pantalla aparecían los textos que explicaban la decisión de “la Diego”: el devenir de su decisión. No había demasiadas elaboraciones argumentales; se hacía elucubraciones sobre la paternidad, la muerte, el duelo y otra vez la paternidad. De manera directa Aramburo dijo que lo suyo era una especie de rechazo a lo que socialmente se construyó como concepto de “hombre”. Deploró el machismo y defendió su gesto como un “acto liberador”. Lo que él buscaba era una “renuncia al ser hombre”, aunque, como estructuralmente no había una forma de nominación para ello (no había una casilla destinada a los poshombres o los hombres “nuevos”), entonces optó por asumirse como “mujer” en su carnet de identidad. Más adelante, Aramburo dijo que este gesto también era una forma de solidarizarse con su hija, porque entendía que no era justo que ella tuviera un padre que perteneciera al género machista de la sociedad.

Para ser honesta, los argumentos que presenta el director teatral fueron varios, variados y confusos, de modo que no vale la pena repetirlos todos. Lo que al final quedó fue la grandilocuencia de un gesto que para hacerse exigía algo tan importante como un cambio de género. El nudo de la propuesta no admitía una evaluación estética, porque no era ése su cometido. El núcleo, el concepto básico de este gesto era político. Y en ese nivel podemos discutirlo y debatirlo:

1. En principio, la lucha contra la discriminación de género es un proceso, digamos, heroico, y por tanto los logros que la comunidad transgénero alcanzó en ella tienen que asumirse con seriedad y sin oportunismo. El gesto de “la Diego” me parece un acto simplón e incluso hiriente para esta comunidad. Aun aceptando que la propuesta tenga un fin edificante (solidarizarse con la mujer en el nombre de la hija), habría que preguntarle a Aramburo si acaso no consideró que dicho homenaje (a mi juicio, paternalista) podía banalizar la lucha de los ciudadanos que precisan —en serio— de un instrumento como la ley para enfrentar un conflicto existencial profundo y no para la cursilería que justificó al artista: el pasar de no machista. La verdad es que estamos ante un gesto que, pese a su supuesta radicalidad, es elemental en sustancia y por esto termina siendo vulgar.

2. Como no tiene una justificación real para hacerse mujer, Aramburo se inventa una de un carácter claramente paternalista: él se cambia de sexo porque ser mujer es mejor que ser hombre. Si esta es la contribución de la obra Genero a la lucha contra el machismo, estamos arruinadas. Creo que nadie que no hilvane un discurso demagógico o no lance un piropo ingenuo va a coincidir con esta supuesta superioridad femenina. En todo caso, lo que las mujeres queremos no es que nos idealicen, sino que nos respeten como somos, y que se respeten nuestros derechos.

3. La otra justificación de Aramburo para su gesto, una lección amorosa para su hija, también es dudosa. En la vida real cambiar de sexo no es una anécdota sino un proceso dramático con graves repercusiones psicológicas para la persona que se somete a ella y su familia. Tomarla de otro modo es frívolo.

4. Aunque todo pueda ser considerado arte, debemos desconfiar de los hechos artísticos que parecen demasiado orientados a halagar a su autor, esos que convierten hasta un capricho mal meditado en materia estética digna de consideración pública.

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