Incompetencia ética
Charles Taylor es una figura relevante en el campo de los estudios filosóficos sobre la modernidad. Sus numerosos aportes son necesarios si lo que se quiere es formular una crítica coherente a los tiempos en que vivimos. Nociones como identidad moderna, autonomía moral, libertad ética y antropología filosófica del hombre moderno son solo algunos, que se extienden, además, a la teoría del conocimiento y la interculturalidad. Fuentes del Yo, publicado en 1989, es uno de mis favoritos, porque nos brinda elementos para superar un relativismo moral que no pocos políticos de ambos hemisferios utilizan para camuflar su evidente incompetencia ética, que no son pocos.
Pensemos en un axioma casi indiscutible el día de hoy: el respeto por la vida humana, cuyas justificaciones son sintetizadas por Taylor como ontología moral, que posiciones naturalistas niegan reduciendo este comportamiento a casi un impulso instintivo. Pero se trata, nos dice, de un reflejo propio del individuo moderno. Algo nuevo que ha hecho de la identidad moderna una profundamente dependiente de la noción de moralidad, en contra de la idea del ser humano como una tabula rasa desprovista de toda noción de bien y mal.
Acá es donde podemos advertir parte de su antropología filosófica, que entiende al ser humano como un ser esencialmente moral, capaz de ejercer lo que él llama “valoración fuerte”, que empuja a las personas no solo a diferenciar entre lo que es correcto o no hacer, sino a otorgarle un valor fundamental a ciertos bienes por su propia naturaleza, de carácter no relativo, es decir, bienes en sí mismos. Su adopción, al mismo tiempo, sugiere que los seres humanos, además de ser esencialmente morales, son también autónomos; es decir, que optan por el bien en el marco de una libertad que solo es posible en la modernidad.
Quizá el aporte más significativo de estas ideas al campo de la filosofía política reside en el hecho de que desmiente diversas corrientes inspiradas en el nihilismo moderno que cuestionan, si no es que niegan, el valor de la vida humana y la moralidad del hombre, vistos como un artificio que niega la libertad de las personas. Que Dios haya muerto no quiere decir que todo esté permitido. Las insatisfactorias explicaciones naturalistas, por otra parte, que reducen todo comportamiento humano a impulsos cavernarios y primitivos codificados en nuestros genes, también quedan superadas por esta argumentación.
Entonces, la valoración fuerte del hombre (y la mujer) modernos han dado paso a que el respeto por la vida humana, presente ya, pero acotado en periodos previos a la modernidad gestada por la civilización occidental, se presente bajo la forma de derechos (naturales, universales o inalienables). La argumentación que ampara cada uno de ellos, como es el caso de la triada propiedad, libertad y vida en Locke, son justamente parte de la revolución iniciada por las teorías del contrato social del siglo XVII, que pretendieron superar explicaciones teológicas, en favor de los preceptos de la razón ilustrada.
Pero se trata de derechos que, de todos modos, deben ser ejercidos por el ser humano para ser efectivos. A diferencia de lo que ocurría antes de la modernidad, asesinar a un inocente ya no es condenable por el error de haber clavado el hacha en la espalda equivocada, sino porque la víctima del golpe ocupa ahora un nuevo lugar dentro de la sociedad como derechohabiente. Puede reclamar su derecho a la vida porque poseía un valor intrínseco más allá de si es culpable o no. Y parte de su valor innato reside en que esa vida tenía la posibilidad de ser plena y escoger su propio camino, en virtud de su humanidad.
Carlos Mesa, al no haber condenado explícitamente las masacres de Sacaba y Senkata, da lugar a solo dos consideraciones: o bien prefirió callar sobre estos crímenes al influjo de un cálculo político que le imponía la necesidad de bloquear cualquier forma de empatía con lo que su bloque partidario consideraba “vándalos” y “terroristas”, en orden de no alienar su apoyo; o, por otra parte, no cuenta con las competencias éticas fundamentales que permiten a una persona diferenciar un enfrentamiento de un asesinato en masa. Es decir, no está plenamente consciente de que asesinar a más de una treintena de personas desarmadas está mal.
En otras palabras, una de dos: cobarde o miope. Y nadie puede ser miope tanto tiempo…
Carlos Moldiz Castillo es politólogo.