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Otra aventura de Camacho

La propuesta de Luis Fernando Camacho de un Estado “federal” ha removido, otra vez, el avispero político en el país. Sin embargo, ha sido entendida desde el lado de sus detractores como una forma de esconder su “mala gestión” en la Gobernación y su “fracaso político”, como consideró la ministra María Nela Prada.

El lunes, el líder de la alianza Creemos irrumpió en la agenda política con su propuesta, una semana después de terminado el paro contra la Ley 1386, ahora abrogada, cuyo protagonista fue Rómulo Calvo, presidente del Comité pro Santa Cruz, su otrora lugarteniente.

¿Quiso recuperar terreno perdido? Se sabe que durante las protestas, el gobernador fue anulado por la presencia de Calvo. Éste incluso le pidió que no asistiera a la concentración multitudinaria del Cristo Redentor del domingo 14, que solía ser su espacio durante las protestas de octubre y noviembre de 2019.

Puede hablar un poco de esta situación de quiebre de ambos el asedio que el dirigente cívico sufrió la noche en la que comunicó la suspensión de la movilización: una facción de la Unión Juvenil Cruceñista (UJC) protestó por la decisión y hasta pidió su cabeza. Y Camacho guardó silencio; ni lamentó los incidentes ni expresó su solidaridad con el líder cívico.

Ahora, el protagonista es Camacho.

Si bien quiso tomar aire con su planteamiento, lo hizo con una idea equivocada, que deslegitima una propuesta que, en otras circunstancias, podría ser útil para el debate: cuestionar la hegemonía del MAS, devenida de un proceso histórico, como resultado de sus participaciones electorales y derivada de un fuerte bloque popular que ha sido capaz de instituir un Estado Plurinacional.

Además, Camacho cuestionó el centralismo, que puede ser comprensible, pero soslayó el Estado autonómico, recientemente conquistado y vigente, aunque no consolidado.

Es más, plantea un Estado federal como si el desafío fuera como forzar la abrogación de una ley a base de narrativas peligrosas.

La construcción de un modelo de Estado no es un proceso improvisado, al calor de egolatrías o antipatías circunstanciales, a colación de fracasos políticos o aventuras fascistas.

Deviene de un agotamiento real de un modelo de Estado y no como Camacho lo describe. Si bien este Estado es nuevo, todavía no se consolida precisamente por ese afán permanente de desconocimiento y desprecio de los otros, con la agravante de prácticas recurrentes de racismo y discriminación en su contra.

Se trata de un proceso complejo, que parte de un debate político y social sensato de cara al país, de consensos necesarios y de la adopción de vías democráticas para su consolidación. Y esa vía es precisamente el desafío.

La Constitución de 2009, construida desde la iniciativa de una mayoría y la necesidad de un Estado inclusivo, instituyó un Estado Plurinacional y autonómico desde una Asamblea Constituyente emergida del voto.

Para eso, esas mayorías tuvieron que superar el debate político, consolidar su fuerza y generar consensos democráticos hasta construir una hegemonía capaz de mantener el modelo mientras no haya fuerza contraria que plantee una alternativa de Estado.

Camacho intenta consumar su propuesta con un quiebre democrático, como propició en 2019, con el pretexto de un fraude electoral que no termina de probarse: movilizaciones contra los derechos de otros, invocatoria de las Fuerzas Armadas y la Policía Boliviana, propuesta de “junta de gobierno” civil, gobierno inconstitucional a través de la decana del Tribunal Supremo de Justicia, acuerdos con militares y policías para la desobediencia al poder democrático, la toma del Palacio de Gobierno, el pacto con mineros para “tumbar” a Evo Morales a dinamitazos y el respaldo a un gobierno proclamado sin respaldo de la Constitución.

Si Camacho lo entiende así, va a quedarse solo. El país no está para experimentos antidemocráticos otra vez. Hay que enfrentar un proceso constituyente necesario.

Rubén Atahuichi es periodista.