Volver a lo fundamental
La incertidumbre es siempre nociva para cualquier gobierno. Sentimiento que suele ser un sinónimo de la incapacidad del poder político para entender y orientar las expectativas de la población. El oficialismo parece haber entendido, finalmente, que la recuperación socioeconómica está en el corazón de las certezas que la mayor parte de la población está esperando.
La desconexión entre un clima sociopolítico crispado y una gestión gubernamental con resultados razonables en estabilización de la economía y control de la pandemia es una de las paradojas más llamativas de la coyuntura. Eso está dificultando que mejoren las expectativas y que la gran mayoría asuma que estamos en un momento menos incierto, lo cual debitaría a los que desean la confrontación y la ruptura a cualquier costo.
De hecho, el Gobierno habría tenido posiblemente aun mayores problemas para encarrilar la conflictividad en el último mes, si no fuera por esos resultados y por la prioridad que la gente le sigue asignando a esos temas.
Así, pues, la defensa de la estabilidad y la reactivación económicas ha terminado siendo uno de los argumentos centrales entre los oficialistas para contrarrestar la movilización opositora. Lo cual no debería ser tampoco un gran descubrimiento si no fuera por la tendencia de las dirigencias, sin distinción, de distraerse en cosas alejadas de las preocupaciones del ciudadano de a pie.
En una sociedad que está viviendo grandes turbulencias, la apuesta natural suele ser por la estabilidad, por un mínimo de orden y tranquilidad, y mejor aún si además se le define y hace creíble un horizonte de progreso. La percepción de muchos de que el MAS y Arce podían realizar esas tareas sin discriminaciones odiosas y sesgos clasistas fue una de las razones de su victoria.
Desde mi punto de vista, los resultados de la actual administración en esos aspectos no son malos, ayudados por un contexto externo favorable. En economía, hay una senda de recuperación del crecimiento, la gente quiere trabajar y se está esforzando, las exportaciones han tenido un comportamiento excepcional y, contrariamente a los malos augurios, se está logrando mantener ciertos equilibrios macroeconómicos. Estabilidad y crecimiento moderado, en suma, al menos a ojos de muchos. El reto es que se sostengan y amplifiquen.
Y en salud, algo parecido, entre una vacunación masiva que funciona razonablemente para nuestros parámetros, bastante voluntarismo en la entrega de insumos y medicamentos, y unas olas que, al final, no parecen tan dramáticas, nos vamos habituando a “vivir con el bicho”, como me decía un taxista.
Sin embargo, el malestar sigue ahí. Obviamente la polarización no es extraña a ese fenómeno. Soy de los que creen que tenemos que vivir con ella. Y también de los que piensan que no se puede ceder en la búsqueda de justicia para los que sufrieron violaciones a sus derechos en el gobierno de Áñez. Pero asumir esas cuestiones no implica encerrarse monotemáticamente en ellas o incluso instrumentalizarlas sin saber cómo se las va a canalizar institucionalmente.
No voy a acabar con la cantaleta de que todo esto se debe a una “mala comunicación”. Se trata primero y sobre todo de un problema político, una cuestión de definir prioridades y horizontes, leyendo lo que más interesa a las grandes mayorías y no solo a los convencidos. Y de coordinar luego inteligentemente acción y persuasión para hacerlos creíbles.
En un entorno comunicacional atrapado por el inmediatismo, la manía de responder a todo, de sacar conejos del sombrero para distraer a la platea y en el que la labor dirigencial parece ser de inventarse performances, la coherencia, consistencia y persistencia en el mensaje político, de manera que vaya creando certezas en medio del ruido, es un bien raro, poderoso y demandado. En eso, el Gobierno se ha mostrado indeciso y hasta indisciplinado en muchos momentos de este año.
Pero, insisto, no hay que echarle la culpa al transmisor, el problema de fondo es entender cuáles son las prioridades reales de la gente en esta coyuntura específica y a partir de ellas articular un discurso y acción que ordenen la agenda pública, que diga a dónde vamos y que vaya construyendo sentido en la mayoría. Es decir, saber qué es lo más importante.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.