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Felicidad y opulencia

La desigualdad social no es difícil de advertir en estos tiempos. Muchos dicen que no les gusta la Navidad justamente por eso. Los que pueden, dan rienda suelta a sus impulsos consumistas, y los que no pueden deben contentarse con la promesa de que seguramente el año que viene será mejor. Me viene a la mente una lectura seguramente conocida por muchos, llamada Utopía, que sirvió de inspiración para los socialistas de principios del Siglo XIX. Publicada por Tomás Moro hace 505 años, sigue siendo todavía el exponente más conocido del género literario conocido como utopismo renacentista, en el que destacan también otras obras como La Ciudad del Sol, de Tommaso Campanella, y Nueva Atlántida, de Francis Bacon.

¿Qué tenían todas estas obras en común? Fuera de describir, cada una a su manera, la organización política, costumbres y valores de la sociedad ideal, todas contraponían la elevación de hombre a la acumulación de riquezas, la ostentación y la opulencia. No podía ser de otra forma. Estamos hablando del periodo en el que el poder de la Iglesia Católica comenzó a menguar, entre otras razones, por la mercantilización del paraíso que las autoridades eclesiásticas usufructuaban a través de la venta de bulas papales que garantizaban el perdón de los pecados e incluso la reducción de las penas en el purgatorio, por módicas sumas que, de todos modos, pocos podían pagar.

La jerarquía católica vivía a lo grande, y disfrutaba de los placeres más difíciles de imaginar, mientras que en las calles familias enteras morían de hambre y de frío. Poco después de que Martín Lutero publicara en 1517 sus 95 tesis condenando la corrupción de la Iglesia, una revuelta de campesinos estalló en Alemania, bajo el grito de “todo es de todos”. Creían que el padre de la Reforma Protestante los apoyaría, pero este se alió rápidamente a la nobleza y pidió que se degollara a esos revoltosos. Ya era famoso para entonces.

Los impulsos colectivistas de las utopías renacentistas, con excepción de la de Bacon, que de todos modos parece insinuar que la riqueza no guarda relación alguna con el enaltecimiento de las personas, se explican por aquella desigualdad extrema sustentada, irónicamente, en una religión que se diferenciaba de todas las otras en el Imperio romano por su comunitarismo y su rechazo a la opulencia. Recuerden que Jesús advirtió en algún momento que sería más fácil para un camello pasar a través del ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos. Seguramente nuestros amigos evangélicos no recordaron eso cuando gritaban “Cristo viene, Arce se va” durante las protestas contra la Ley 1386. Pero sí lo tenían presente Moro y Campanella, cuando escribieron sus relatos sobre sociedades perfectas, donde las personas, de hecho, utilizaban oro para construir mingitorios, en clara señal de desprecio por la riqueza. De hecho, Campanella trató de iniciar una revolución en el norte de Italia, donde pretendía materializar su proyecto de una sociedad perfecta caracterizada por la abolición de la propiedad privada.

Le fue mal, obviamente, como a todo comunista, razón por la cual siempre he tratado de mostrarme como un moderado. Amo la verdad, pero no moriría por ella. Odio el capitalismo, pero no me gustan las armas. Lo único que pido es una burguesía nacional que no tenga prejuicios raciales propios del siglo XVI ni esté dispuesta a masacrar a nadie. ¿Es mucho pedir?

En todo caso, que estas fechas nos sirvan para recordar que la abolición de la propiedad privada y la condena de la usura no fueron ideadas por unos comunistas ateos y sin moral, sino por unos padres de lo más benévolos que se sentían avergonzados por la ostentación sin disimulo de unos pocos bien pocos. Existe una línea cuya transgresión puede provocar acontecimientos imprevisibles, y esa línea suele coincidir con los niveles más altos de desigualdad. Hasta donde sé, vivimos en uno de los continentes más desiguales del planeta, lo que explica que también sea uno de los más violentos.

Felices compras, digo fiestas.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.