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Educación, tragedia u oportunidad

El 2021 ya se está yendo sin que las actividades educativas se hayan podido normalizar. El daño humano provocado por casi dos años de funcionamiento irregular de escuelas y colegios es inmenso. Es penosa la escasa prioridad que esta problemática tiene en la discusión política siendo tan demandada y vital para la mayoría de los ciudadanos.

La educación es una de las dimensiones de las políticas públicas en las que hay mayor insatisfacción. Entre los padres se extiende una gran inquietud: el sentimiento de que se ha producido un estancamiento preocupante en la adquisición de conocimientos y habilidades de sus hijos que puede dificultarles su futuro profesional y laboral.

En una sociedad en la que la educación sigue siendo vista como un mecanismo esencial de la movilidad social, el temor a esa inminente pérdida de oportunidades no debe ser subestimada. La gente no es tonta, percibe que las cosas no andan bien, que la calidad de la irregular enseñanza no presencial es deficiente.

En todo el mundo, las restricciones de movilidad pandémicas dificultaron o cancelaron el funcionamiento normal de los servicios educativos. El salto a una enseñanza digital fue brusco sin que existan en muchos países las condiciones para que esta pueda desplegarse satisfactoriamente en el corto plazo.

En el caso de Bolivia, la situación fue catastrófica en 2020 debido a la irresponsable gestión del sector que culminó en la clausura del año escolar en agosto, reconocimiento de la impotencia del Estado para cumplir con una de sus funciones básicas. En 2021, las cosas han mejorado, al menos en términos de la preocupación de las autoridades para mantener el sistema en funcionamiento, pero sin que se perciba un despliegue de recursos a la altura del problema.

Hay que ser claros, mientras no se restablezca la enseñanza presencial, la educación impartida será de una calidad entre mediocre y deplorable para la mayoría de los estudiantes. Desde el inicio las condiciones no estaban para que la educación a distancia pudiera reemplazar a los cursos tradicionales: a fines de 2019, en vísperas de la pandemia, solo el 40% de estudiantes de primaria y secundaria habían utilizado alguna vez el internet y apenas el 23% de hogares tenían una conexión de internet en su vivienda.

Por esas razones, casi un cuarto de todos los estudiantes de primaria y secundaria no pudieron acceder a ningún tipo de educación en 2020 y de los que pudieron hacerlo por medio de algún dispositivo con internet, más de la mitad lo hicieron solo con un teléfono celular. Lo más grave es que ese desolador panorama fue muy intenso entre los más pobres: el 42% no accedió a ningún tipo de servicio de educación durante ese año y el resto lo hizo desde celulares prepagos gracias a esfuerzos conmovedores de los padres para financiarlos.

Es muy probable que una mayoría de los estudiantes haya perdido al menos medio año y en muchos casos hasta un año y medio de escolaridad, entendiendo a esta en términos de una acumulación real de aprendizajes y capacidades cognitivas. Por esas razones, el retorno a cursos presenciales es apenas un primer paso. En los próximos años, el sistema tendrá que procesar desigualdades brutales en todos sus niveles.

Creer en un retorno fácil al punto de partida anterior a la pandemia es una ilusión peligrosa, puede incluso suceder que los retrasos se sigan profundizando por varios años más debido a la persistencia de capacidades deficientes en un gran número de niños y niñas.

En consecuencia, hay urgencia de actuar unidos para enfrentar esta tragedia. Específicamente, todos los niveles de gobierno involucrados tienen una enorme responsabilidad: deben normalizar rápido la prestación de los servicios y encarar además un esfuerzo casi histórico de reparación y de recuperación de lo perdido, particularmente entre los estudiantes de hogares más pobres.

Para ello, no bastará con hacer lo de siempre, será imprescindible innovar, ser auténticamente rupturistas y asignar a este esfuerzo recursos extraordinarios. Necesitamos casi una cruzada nacional. Si se hace eso, el desastre puede transformarse incluso en una oportunidad para hacer la transformación educativa que todos esperamos. Si ser de izquierda es apostar en prioridad por la justicia y equidad social, esta debería ser una de las agendas centrales del Gobierno, pero también de todos nosotros.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.