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Entre pitos, pitas y Diógenes

Los recurrentes escándalos de corrupción han develado, otra vez, que los grupos de poder encaramados en las instituciones estatales devienen de viejas trenzas familiares, encarnados en políticos aventureros y sin escrúpulos. Monstruo de mil cabezas que se reproduce tanto en etapas democráticas como dictatoriales, sobre todo cuando la economía tiene signos favorables de crecimiento.

La costumbre ilegítima de fabricar ítems fantasma es una vieja práctica para favorecer a personas y familiares vinculados al grupo de poder. Así, a nombre de legitimidad democrática, estas catervas delincuenciales manejan los dineros del Estado como si les perteneciera. Alcaldías, gobernaciones y otras reparticiones, con débiles cadenas de control, también sucumben a esta maña; no se salvan las FFAA y ni la Policía nacional.

Hemos llegado a tal extremo de vileza moral que los implicados en el escándalo de los robos del dinero del Estado boliviano vociferan autocalificándose de honestos y acusan a los acusadores de cinismo. Usan las palabras como garrotes, en un auténtico carnaval de acepciones arbitrarias que inducen, peligrosamente, a deslegitimar la práctica democrática cuando la población verifica que los representantes que fueron elegidos con nuestros votos no son más que individuos corruptos, irresponsables y zafios. Los hay en ambos bandos y son pocos los asambleístas que ponen freno a su locuacidad y reflexionan antes que se les presente una caída del azúcar, tal como se excusó un diputado de la oposición que no supo responder una pregunta sobre una ley, pero rugía contra ella soplando a la vez un pito, razón por la que se ganó el mote de diputado zucaritas. Otro de sus colegas se presentó ebrio y se acostó con los pantalones mojados en pleno recinto camaral.

Estos individuos se olvidaron que la sociedad boliviana les paga un buen sueldo para que fiscalicen celosamente las acciones del oficialismo y, sobre todo, aporten con ideas y programas alternativos o complementarios al desarrollo integral de los bolivianos y no para escudarse usando la palabra cinismo para desvincularse del “monumental fraude”, como gusta repetir a su jefe cuando se le acaban los argumentos contra el oficialismo. Fue gracias a las disputas judiciales por dinero y bienes de una pareja divorciada que se develaron estos actos de corrupción, mientras las secretarías anticorrupción jugaban en sus computadoras solitario y delatando su sospechosa inoperancia de fiscalización temprana.

Diógenes (c.a 413-327), discípulo de Antístenes, el fundador de esta escuela filosófica cínica, debe estar sorprendido cuando esta comparsa de bribones usa la palabra cinismo para escudarse y atacar a sus oponentes. En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se define esta como sigue: “Desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables. 2. Obscenidad descarada. 3. Doctrina de los cínicos, que expresan su desprecio hacia las convenciones sociales y a las normas y valores morales”.

Francovich, el filósofo boliviano, escribió un ensayo titulado El Cinismo (1963), en cuyo texto destaca el cinismo de los políticos: “La política es uno de los campos más propicios para la infección cínica. La política es el arte de aprovechar los beneficios emergentes de la vida en común. Pero en la comunidad, en la sociedad políticamente organizada, actúan todos los elementos humanos, tratando de imponer sus hegemonías”. Más adelante hace una digresión: “(…) De cualquier modo, el cínico político no solo cree que hay que emplear todos los medios, por muy viles que sean, para conseguir sus objetivos, sino que a su juicio solo esos medios son eficaces. El cinismo político parte del principio de que el hombre es sórdido, cobarde, rutinario y que no se mueve sino cuando actúa sobre sus vísceras, y trata de sacar de ello todo el provecho posible. Maquiavelo es considerado, y efectivamente lo es, el teórico por excelencia del cinismo político”.

La tradición conservadora, originada en la Colonia, tuvo a su mejor expresión oportunista en Casimiro Olañeta, que intentaba justificar su deslealtad y transfugio con esta frase. “No soy yo quien cambia, sino los gobiernos”.

Así, entre pitas, pitos y oportunistas, el ejercicio democrático y político se devalúa. La habilitación a individuos carentes de formación ideológica y ética, pero con alta preparación criminal, abre las puertas a la corrupción y a la indefensión de la sociedad.

Edgar Arandia Quiroga es artista y antropólogo.