La pócima
El texto de este domingo estaba destinado a la entrevista que el abogado de Marco Pumari, Jorge Valda, dio a La Razón Radio el lunes pasado. La idea era, sobre la base de este caso, ensayar un ABC de lo que una fuente periodística debe evitar, más si es una persona de leyes. El tema estaba servido después de que el entrevistado Valda expuso su relato sobre la desaparición de Juan Carlos Manuel, presidente del Comité Cívico Potosinista, su denuncia de la existencia de “milicias de Evo Morales”, versiones de que Manuel había sido golpeado y otro testimonio protegido sobre la supuesta tortura de Marco Pumari en su detención. Varios minutos para Valda en los que con dificultad el periodista de La Razón Radio logró introducir estrictamente lo siguiente: “¿Cuándo fue la última comunicación con Juan Carlos Manuel?, ¿va a hacer una representación ante las autoridades sobre esta desaparición?, ¿cuál es la situación de Marco Pumari?, tenemos la información de Régimen Penitenciario de que Pumari no fue torturado (…) hay exámenes forenses…”. La respuesta del entrevistado fue una agresión nerviosa y estridente contra el interlocutor y el broche de oro fue un: “Toda Bolivia está obnubilizada (sic) en un sistema de mentira que tiene comprada a la mayoría de los medios de comunicación y qué pena por La Razón y qué pena por ATB”. Dicho esto, como un adolescente, cortó el teléfono.
Este episodio inspiró a garabatear ideas sobre el estado del periodismo boliviano en tiempos de cólera política, pero el frío paceño le ganó al teclado y el diablito de la procrastinación empujó a salir a comprar api y empanadas con queso para ese final de tarde. Mi hijo se apuntó en este paréntesis y nos fuimos tras los pasteles con azúcar molida. Esta periodista, en un momento de distracción frente a una puerta de vidrio sin señalética se dio un madrazo de campeonato que en ese momento sonaba a que se había roto, por lo bajo, la nariz. Sorpresa, dolor, susto y la cereza, gotas rojas sobre el piso. En el lugar ya vacío que ahorró la vergüenza, uno de los empleados me indicó la puerta del baño. Allí fue la cita con la sangre y las lágrimas, palpando que la nariz todavía parecía estar en su lugar. Al auto, sin empanadas y bajo la indiferencia absoluta de los tres empleados del lugar. Algo más calmada, retorné del auto para decirles, dolida, que cuando alguien se estrelle contra su puerta de vidrio un “¿estás bien, amiga?” puede ser una buena idea. Retorno al auto. Allí ya se escuchaba en estéreo la voz del quinceañero que pedía dulce pero firme ir a un centro médico. Cosa de verificar que no se haya roto la nariz. Próximo destino: Prosalud, lo más cercano.
Tocamos el timbre de la puerta ya cerrada antes de las 21.00. Sale un señor con una impecable bata blanca. Me acerco a la reja, me quito el barbijo ensangrentado y le anuncio mi accidente. “Ya se fue el médico”. Mi hijo toma la batuta: “es una emergencia”. El señor con bata de médico: “pero ya se fue el médico”. Miré la enorme inscripción “24 horas” y al auto. Siguiente destino: centro médico de Los Pinos. El municipio paceño, con tantas luces de Navidad en las calles, no nos iba a fallar.
“Señora, vaya a Emergencias, aquí ya no hay médicos”. En Emergencias, después de mi corta exposición, mi barbijo ensangrentado y mi nariz o mi dolor pidiendo auxilio recetan un: “¿tienes seguro?”. Y luego explican que no está la doctora, que de todas formas va a pedir una radiografía, que no se abrió un cárdex, que tengo que volver mañana… Al auto. Plan C propuesto por mi indignado copiloto: llamemos a la abuela. Gran plan. Ella escuchó, se hizo eco de nuestra bronca y remató: “no te rompiste la nariz porque no podrías ni hablar. Pero te diste un buen madrazo. Vayan a la farmacia y que te miren allí”.
Dicho y hecho. Farmacorp en el paceño Achumani. La señorita que atiende llama a la doctora. Repito mi drama, ya desesperanzada. Y se abre el cielo. La doctora me pide que me quite el barbijo, me mira, lo lamenta y dice un salvador: “ay, señora”. Después me dice que no estoy rota, que me dará una pastilla que evitará la inflamación y el dolor. Al darme la factura recomienda que duerma sobre una almohada alta, para evitar posibles molestias. Me sugiere tomar la primera pastilla en la farmacia, señalando el botellón de agua y los vasitos de plástico. Nos sentamos, abro mi pastilla mágica y bebo el medio vaso de agua. Aliviados la pilota y el copiloto, descubrimos que lo que necesitaba era una mirada solidaria y un vasito de agua. A la doctora que lo hizo realidad le dedico con cariño esta columna.
Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.