La pandemia del COVID-19 y sus variantes Delta y Ómicron han mostrado el verdadero alcance de la globalización en sus aspectos de creciente interdependencia de las economías, por un lado, y de la enorme cantidad de gente que cruza fronteras por muy diversas razones, por otro. Los casi dos años de la pandemia han puesto de manifiesto asimismo que la solidaridad efectiva no es el atributo primordial de los países desarrollados, sea que se tome en cuenta el acaparamiento de las vacunas muy por encima de sus propias necesidades, o la negativa a liberar las patentes de las vacunas con miras a establecer una producción propia en los países que cuentan con condiciones apropiadas para producir sus propias defensas inmunológicas. Hay que mencionar además la crisis humanitaria de los campamentos de refugiados y migrantes en las fronteras de Estados Unidos y Europa, que se deben al enorme aumento de las migraciones internacionales en busca de refugio político o para acceder a mejores oportunidades de empleo, educación y salud.

No está en mi ánimo cargar las calamidades sociales de los últimos años exclusivamente a los países desarrollados. También es preciso señalar que la preocupante situación social de América Latina se debe principalmente a factores internos. En efecto, si América Latina se considera como la región más castigada por la pandemia y sus consecuencias, eso tiene que ver con la división política que impide que se adopte una gestión solidaria y compartida respecto de cuestiones como la negociación de compras conjuntas de vacunas o de la liberalización de las mencionadas patentes. De ser así, es probable que se hubiera evitado que una población que representa apenas el 8% del total mundial sea la que ostenta el 33% de los fallecimientos por causa del COVID-19, además de que se trata de la región con el peor desempeño en los aspectos fiscal y sanitario. Es preciso señalar asimismo que América Latina es la región que más deuda ha acumulado en el curso de los dos últimos años, y que enfrenta perspectivas sumamente complejas en vista de la composición y condiciones de dicho endeudamiento, el cual puede tornarse mucho más grave aún a partir de las medidas monetarias que ya han sido anunciadas en los Estados Unidos, y que seguramente serán seguidas después por parte de las autoridades monetarias de la Unión Europea.

En este recuento de infortunios al cabo de dos años de COVID-19 no se puede olvidar que las presiones inflacionarias, las dificultades de funcionamiento de las cadenas de valor y el aumento temporal de los precios de energía constituyen desafíos que podrían ser mejor atendidos si se ponen en funcionamiento los dispositivos que existen de manera aislada entre los mecanismos de la integración y cooperación latinoamericana. Y si hubiera la voluntad política necesaria se podría abordar además la creación de una nueva arquitectura financiera latinoamericana, que ya fue propuesta sin mayor éxito hace varios años.

La intervención de América Latina con una sola voz en los foros internacionales traería por supuesto mejores resultados de lo que ha ocurrido en el G-20, pero más importante todavía en la reciente conferencia de la COP26 en Glasgow, donde se han soslayado importantes compromisos de la región en cuanto al cambio climático.

Aunque es ciertamente lamentable que predominen las fuerzas centrífugas en América Latina, podría darse sin embargo un viraje favorable si se revierte electoralmente el debilitamiento de la institucionalidad democrática en varios países latinoamericanos. Una nueva generación de líderes intelectuales y políticos podría encaminar grandes acuerdos regionales que interpreten certeramente la coyuntura imperante y adopten las rutas que le devuelvan a la región el lugar que le corresponde en el concierto internacional por sus capacidades y potenciales culturales, ambientales, políticos e institucionales.

Horst Grebe es economista