Después del temblor
Seguimos en pie, después de dos años de vértigo y ferocidad, eso se ha logrado entre todos, no es poco, aunque frustre a los agoreros del desastre. Pero este año nos ha demostrado que tampoco volveremos a ser lo que fuimos, la crisis nos dejó grietas en el corazón y un planeta de desilusiones. Habrá que vivir con eso mientras se complete un aggiornamiento de la política y de nuestro modelo de desarrollo.
Es muy difícil escapar a la tentación del balance en esta temporada, mucho más considerando que venimos de un tiempo de muchas rupturas, crisis y angustias personales. Recuerdo que, en diciembre del año pasado, sentía sobre todo alivio y quizás pecaba de exceso de optimismo. Hoy, me ratifico en lo primero, reflejo de viejo sobreviviente y observador de crisis varias, que piensa que evitar lo peor no es un resultado menor.
Pero, reconozco también que la recomposición política y afectiva de la sociedad boliviana será lenta y tortuosa, seguimos divididos y pasablemente desconfiados de aquellos que piensan diferente. Aunque sospecho que ya hay cierta consciencia mayoritaria de que tendremos nomás que coexistir con ese otro, incomprendido o hasta detestado, que creemos en las antípodas de nuestras ideas políticas. Más por sentido de realismo que por otra cosa. Ahí vamos, aprendiendo a palos y a punta de desilusiones.
Uno va entendiendo que la sociedad boliviana tiene una capacidad llamativa de resiliencia, de evitar en el último minuto el desastre y de fabricar unos raros equilibrios en base a una combinación ecléctica de movilizaciones callejeras, urnas y negociaciones políticas, algunas de ellas inconfesables. Desde hace dos años andamos en eso, a tropezones, magullados, pero aún en cancha.
Pero, zafar el despeñadero no es lo mismo que volver a los viejos mundos en los que nos sentíamos cómodos, olvidando que la crisis fue en sí misma la evidencia del agotamiento de ciertos procesos y que sus avatares nos cambiaron para siempre. Por ejemplo, el fracaso del nefasto régimen de Áñez mostró que la restauración conservadora es imposible y los conflictos de 2021, que la hegemonía masista del 2009 al 2015 ya no es replicable.
Es así como pasado el gran temblor estamos en frente de la difícil tarea de renovar y modernizar nuestros mecanismos políticos y sobre todo la orientación del modelo socioeconómico que debería acompañarnos más allá del bicentenario.
Eso implica, entre muchas cosas, volver a leer los cambios que nuestra sociedad ha experimentado, durante los 14 años de gobierno de Evo Morales, pero también como efecto de las crisis múltiples de 2019 y 2020.
Para ello, sería deseable abandonar la obsesión monotemática de llevar cualquier debate público a la dicotomía masismo-antimasismo, la cual ya no refleja toda la complejidad de actores, intereses y expectativas presentes en la base social. De hecho, esa es quizás la mejor manera de evadir y postergar la inevitable conversación sobre las cuestiones centrales y problemas reales del país.
De igual manera, la cuestión socioeconómica precisa de una aproximación menos ideológica y endogámica. Es decir, no tan preocupada de convencernos de que algún modelo teórico o dogma político es el mejor y más concentrada en entender a la economía y sociedad realmente existentes y en buscar los mejores instrumentos para activar sus capacidades de innovación y creación. Tarea que en estos tiempos de pandemias, transformaciones tecno-económicas y malestar democrático global sería incompleta sin ver lo que está pasando más allá de nuestras fronteras.
Por tanto, el mayor riesgo es quedar atrapados en la depresiva melancolía de muchos comentaristas de la actualidad que ante una realidad que desmiente sus deseos optan por teorizar sobre la imposible reforma de una sociedad anormal y casi incorregible. Tampoco es buena idea la otra tentación, la de aferrarse a esquemas que pudieron funcionar en otros momentos, a veces seguir haciendo lo mismo no es señal de coherencia sino de temeridad.
En fin, hay mucho por hacer y construir, para, parafraseando a Cerati, encontrarnos en esas ruinas sin tener que hablar del temblor. Si logramos eso, será seguramente un buen momento.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.