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¿El Occidente está volviendo al paganismo?

/ 3 de enero de 2022 / 00:27

En 2021, en el momento álgido de lo que solía llamarse la temporada navideña, una encuesta del Centro de Investigaciones Pew sobre religión reveló que solo un número ligeramente mayor de estadounidenses se describía como católico romano (21%) que como creyente en “nada en particular” (20%). La generación de los millennials, que incluye a la mayoría de los estadounidenses adultos menores de 40 años, es la primera en la que los cristianos son una minoría.

Muchos estadounidenses tienen la sensación de que su país es menos religioso que antes. Pero, ¿en verdad es así? La interacción entre las instituciones, los comportamientos y las creencias es bastante difícil de trazar. Incluso si pudiéramos determinar que el sentimiento religioso está cambiando, sería difícil decir si estamos hablando de la moda de este año o de la tendencia de este siglo.

O quizás estemos ante un proceso aún más profundo. Este es el argumento de un libro del que se ha hablado mucho. En él, la teórica política francesa Chantal Delsol sostiene que estamos viviendo el fin de la civilización cristiana, una civilización que comenzó (a grandes rasgos) con la derrota romana de los paganos a finales del siglo IV y terminó (a grandes rasgos) con la adopción del pluralismo religioso por parte del papa Juan XXIII y la legalización del aborto en Occidente.

El libro podría traducirse como El fin del mundo cristiano. Delsol tiene muy claro que lo que se acaba no es la fe cristiana, con sus ritos y dogmas, sino solo la cultura cristiana: la manera en la cual se gobiernan las sociedades cristianas y el arte, la filosofía y la sabiduría que han surgido bajo la influencia del cristianismo.

Eso de cualquier manera es bastante. Para decirlo sin rodeos, Delsol plantea que lo que está ocurriendo hoy en día es un deshacer, pero también es un rehacer. Estamos invirtiendo la inversión normativa. Estamos volviendo al paganismo. El paganismo nunca tuvo una definición precisa. La denominación englobaba a los que rechazaban la revelación cristiana, ya fueran politeístas, adoradores de la naturaleza o agnósticos. El pagus era el campo. La palabra latina paganus, al igual que la palabra inglesa heathen, conllevaba un desprecio por el pueblerino y el campesino.

Por supuesto, la cultura pagana de Roma no fue un logro menor. Tenía sus artistas e intelectuales, junto con sus sólidas religiones naturalistas, y no se podía hacer desaparecer a base de reprender y avergonzar. El paganismo siempre ha ejercido un tirón subterráneo en el pensamiento del Occidente cristiano. El Renacimiento, con su redescubrimiento de Epicuro y Lucrecio, es un buen ejemplo de ello.

Los paganos pensaban que el colapso de sus creencias significaría el colapso de Roma. Muchos conservadores del siglo XXI creen algo parecido sobre la erosión de los valores cristianos: que las libertades de nuestra sociedad abierta son parásitas de nuestra herencia cristiana y que cuando esa herencia se derrumbe, la civilización también lo hará.

Delsol no ve las cosas de esa manera. Así que si otra civilización viene a sustituir al cristianismo, no será una mera negación, como el ateísmo o el nihilismo. Será una civilización rival con su propia lógica, o al menos con su propio estilo de moralización.

Quizá se parezca a la iconoclasia actual a la que los comentaristas franceses se refieren como le woke (en esencia, el término significa tener conciencia social, salvo que para los franceses es un sistema importado al por mayor de las universidades estadounidenses y, por tanto, casi una doctrina religiosa).

El cristianismo como religión tiene enseñanzas sobre el amor al prójimo y el poner la otra mejilla que son de una claridad impresionante. Sin embargo, para el cristianismo como cultura, estas pueden ser fuentes de ambivalencia. A Delsol le preocupa que le woke no tenga esa vacilación. En cierto modo nuestro orden público se está pareciendo al de la Roma pagana, donde la religión y la moralidad eran dos cosas aparte. La religión era un asunto de la casa. La moral era determinada e impuesta por las élites de la sociedad, con resultados nefastos para la libertad de pensamiento.

Que una sociedad sea o no tolerante con las ideas contrarias tiene menos que ver con el posicionamiento ideológico ocioso de sus líderes y mucho más con su postura en un ciclo histórico. Cuando en el año 384 d. C. los cristianos lograron retirar el pagano Altar de la Victoria del Senado romano, donde había permanecido durante casi cuatro siglos, el estadista pagano Símaco comprendió que en adelante Roma le negaría su tolerancia a quienes la habían construido. Si hoy conocemos a Símaco por un sentimiento, es su condena de las pretensiones dogmáticas del cristianismo sobre la verdad como una afrenta al sentido común. “No puede haber un solo camino hacia un misterio tan grande”, dijo.

La gente encuentra esos sentimientos inspiradores. Los regímenes no suelen hacerlo. Una década más tarde, el emperador cristiano Teodosio prohibió los Juegos Olímpicos por considerar que había demasiados desnudos en ellos, sin que el sentido común pusiera objeciones. La sabiduría convencional había llegado al dogmatismo. Todavía lo hace con demasiada frecuencia.

Christopher Caldwell es columnista de The New York Times.

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Europa ya no quiere pelear batallas de EEUU

/ 9 de septiembre de 2021 / 01:27

Cuando se escucha el debate en Europa sobre el retiro caótico de las tropas estadounidenses de Afganistán, impresiona el inmenso vocabulario que han desarrollado los europeos a lo largo de los siglos para describir las calamidades militares. Lo que acabamos de atestiguar ya ha sido descrito como una debacle, una desbandada, una caída en picada y un desastre, sin dejar de mencionar una “derrota”, un “fiasco” y una “humillación”.

La pregunta en el centro de estas discusiones es si la desastrosa retirada fue un fracaso tan grave que merezca replantear los acuerdos de defensa entre Estados Unidos y Europa. La guerra afgana fue una operación de la OTAN, en la que se involucró el núcleo de un sistema de alianza trasatlántica que data de la Guerra Fría. La ineficacia estadounidense ha dejado furiosos a los líderes europeos. La incompetencia bidenesca viene a rematar cuatro años de desprecio trumpista. Como lo dijo hace poco Adrien Jaulmes, un corresponsal francés de guerra: Trump y Biden han enviado “un mensaje a los aliados y adversarios de Estados Unidos de que los compromisos de Washington tienen caducidad”.

Ya había habido momentos de desconfianza entre Estados Unidos y sus aliados de la OTAN en el pasado. No obstante, hoy es diferente, y se nota en la manera en que los líderes europeos están reaccionando ante el desastre afgano.

En la actualidad, el tema que divide al público europeo es la Unión Europea, el embrión de superestado al que pertenece casi toda Europa Occidental, salvo un puñado de naciones. El proyecto de la UE ha coincidido con la globalización de la economía y ha generado debates similares. Hay quienes la consideran una fuente de prosperidad y derechos humanos, otros una fuente de desigualdad y arbitrariedad antidemocrática.

En prácticamente todos los países europeos, la gente acreditada, educada y empoderada quiere “más Europa”. A éstos se oponen los defensores de la soberanía tradicional basada en los Estados nación, que quieren proteger las prerrogativas de, por ejemplo, Budapest y Varsovia de las ambiciones de la capital de la UE, Bruselas. En términos sociológicos, la división es parecida a la que hay entre demócratas y republicanos en Estados Unidos.

Sin embargo, ante la debacle afgana, los líderes de la Unión Europea han comenzado a ventilar esas ambiciones. Lo que les ha faltado para concretarlos es el consenso popular. Crear un ejército adecuado para una superpotencia es un gasto colosal. Tiene sentido usar el estadounidense siempre y cuando esté en oferta, en vez de mandar a la bancarrota a Europa por un intento (tal vez quijotesco) de duplicarlo.

En la actualidad, las élites de la Unión Europea también enfrentan otro desafío a su credibilidad. Los primeros días de este mes, los ministros del Interior del bloque estuvieron tratando de concebir un sistema migratorio común para manejar un posible flujo enorme de migrantes de Afganistán. Es una prioridad, pero también lo fue cuando cientos de miles de migrantes huyeron de Siria en 2015 y la Unión Europea no encontró una solución duradera en aquel entonces.

En un momento en que las encuestas muestran que los europeos consideran que la mayor amenaza de seguridad para el continente es la inmigración, la reputación de la Unión Europea de tender al legalismo y la displicencia no inspira confianza en que vaya a llevar a buen término proyectos todavía más ambiciosos. Al contrario.

Eso podría ser lo más difícil de enfrentar para los partidarios de una defensa alternativa de la UE. Durante los últimos 20 años, los europeos han visto cómo Estados Unidos primero involucró a Europa en guerras en las que Europa no quería pelear y luego sucumbió ante la apasionada política antiélites que culminó en la elección de Donald Trump. Es previsible que haya frustración. Sin duda, el colapso de Afganistán la agudizará.

Sin embargo, para la Unión Europea será muy complicado colocarse en el centro de los acuerdos de defensa de Occidente, en gran medida porque también en sus ciudadanos ha crecido una desconfianza de las élites tan intensa como la que puso a Estados Unidos en su rumbo actual. En este punto, al menos, los países occidentales están unidos, tal vez más unidos de lo que les gustaría estar.

Christopher Caldwell es columnista de The New York Times.

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