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Autonomías, democracia y federalismo

La improvisación en el discurso federalista de Camacho es evidente, tal como lo es su oportunismo a lo largo de su corta carrera política.

Si llegó a gobernador de Santa Cruz se debe más a un descontento circunstancial de la base opositora de ese departamento con la vieja dirigencia cívica, que pactó con Morales a finales de 2008, que a su propio mérito. La fortuna le sonríe a los intrépidos, dicen algunos, aunque no fue ni siquiera su propia billetera la que le compró la vista gorda de policías y militares durante el golpe de Estado en el que se presentó como líder. “No hay sonso sin suerte”, dirían otros. Algo así era el dicho, ¿no?

En todo caso, debo insistir en el carácter artificial de su federalismo, irresponsable y demagógico como su sonrisa. No sería la primera vez que una mentira se hace necesaria para mantener a flote a una élite sin rumbo. Primero fue la bandera de las autonomías, que enarbolaron contra el MAS desde los primeros días que este ocupó el poder, solo para olvidarse de ella tras su derrota política y militar en septiembre de 2008; después, la supuesta defensa de la democracia, con la cual derrocaron a un gobierno y la Constitución, para imponer un orden de represión a las clases populares y saqueo del erario público como pocas veces se había visto en nuestra historia; y ahora Camacho dice federalismo, vendiendo humo, nuevamente. ¿Qué quiere “federalizar”, exactamente?

En realidad, su proyecto está lejos de la fórmula de Estado compuesto que ensayaron los Estados Unidos tras su independencia, gobernados todos por una Constitución ratificada miembro por miembro, a la cual se le otorga supremacía, junto con las leyes federales, léase “nacionales”, por encima de las estatales, léase “subnacionales”. Las aspiraciones de Camacho y su reducida oligarquía son más prosaicas: control de todos los recursos económicos y oportunidades de una región, o la monopolización de toda fuente de empleo y riqueza que pueda haber dentro de un territorio, que pasaría a ser, casi formalmente, su hacienda, sin posibilidad alguna de fiscalización o accountability: “No le rendimos cuentas a nadie”. Algo inevitablemente ligado a altos niveles de discrecionalidad y corrupción.

No se “federalizaría” ni la educación, ni la salud, ni mucho menos la justicia, sino el control de la pileta fiscal, que financiaría a tal o cual partido departamental o facción gobernante, y no a los servicios de los cuales serían responsables. Los Antonio Parada se multiplicarían como ratas en este régimen subnacional de juegos cerrados, como lo llamarían algunos politólogos, que nos quiere vender Camacho, en el cual la movilidad social de una persona dependería casi exclusivamente de los nexos que pueda tener con la élite política departamental.

Parada, que ha dejado en ridículo el desfalco de Juan Pari de hace unos años, es el arquetipo de hombre exitoso en ese orden de cosas. Tal como señaló otro columnista de este medio, la gestión de cada ítem que este sujeto dispuso requirió también de una red de incontables cómplices administrativos a través de todo el esquema organizacional de la Gobernación de Santa Cruz, algo que definitivamente no hubieran podido ignorar sus máximas autoridades. Sorprendentemente, algunos medios se esfuerzan en demostrar una relación entre este hecho de monumental fraude departamental con el partido de gobierno nacional.

De todos modos, en el federalismo de Camacho, los porteros de los recursos públicos del departamento de Santa Cruz serían todavía menos de los que hay ahora, en una ciudad conocida por la sobredimensionada influencia de logias como Los Caballeros del Oriente o los Toborochi.

Así pues, la propuesta de Camacho no es más genuina que las autonomías de Costas o la democracia de Mesa ni que el federalismo liberal de finales del siglo XIX.

De hecho, es sorprendentemente similar a este último en cuanto al posicionamiento de sus élites frente a cuestiones como lo indígena. Solo haría falta un temible Willka para balancear esta ecuación de oligarquías y amenazas secesionistas hacia puertos más democráticos.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.