Hace ocho años, tuve un gran empleo como profesor titular en una pequeña universidad en Pensilvania. Parecía que había logrado el éxito. Sin embargo, después comencé a temer ir al trabajo. La indiferencia de los alumnos ante mis enseñanzas me parecía un insulto personal. Me estaba agotando. Cuando llegaba a casa, me quejaba por teléfono con mi esposa, que comenzaba su propia carrera académica en una universidad a 322 kilómetros de distancia. Ella terminó por rescatarme cuando le ofrecieron un empleo en Texas. Renuncié al mío y me fui con ella.

A pesar de mi alivio, me sentí como un fracasado no solo como académico, sino también como hombre. Aunque los roles de género parecen cada vez más flexibles y susceptibles al cambio, aún somos una sociedad en la que los hombres intentan demostrar su hombría a través de su desempeño en el trabajo. Y yo no podía cumplir con mi deber. El intenso debate público sobre el desgaste durante la pandemia le ha puesto muy poca atención a la manera en que los hombres viven este problema. Si queremos acabar con el desgaste, debemos abordar el problema de hombres y mujeres. Y para abordar el desgaste de los hombres en particular, hay que reconocer que nuestra sociedad aún iguala en gran medida la masculinidad con ser un proveedor estoico.

Los investigadores definen el desgaste como un síndrome con tres dimensiones: agotamiento, cinismo y una sensación de inefectividad. Según un metanálisis publicado en 2010, las mujeres en promedio obtuvieron un mayor puntaje que los hombres en la escala del agotamiento, pero los hombres calificaron más alto en el cinismo.

Cuando los hombres enfrentan problemas en el trabajo o en otros aspectos de su vida, son mucho menos propensos que las mujeres a expresarlo, ya sea en público o en privado. Es difícil encontrar registros escritos de hombres que padecen desgaste. Los hombres tienen aproximadamente un 40% menos de probabilidades que las mujeres de buscar terapia por cualquier motivo. Y la crisis bien documentada de las amistades entre hombres significa que muchos no tienen a nadie además de su pareja con quien sientan la confianza de expresar sus sentimientos. Los hombres solteros no cuentan con nadie; cuando se agotan, lo sufren en soledad.

Los problemas clave que distinguen el desgaste de los hombres —el cinismo característico, la falta de preparación para la crianza de los hijos y la renuencia hacia las dificultades en el trabajo y la paternidad— comparten raíces con la ética del deber estoico que nuestra sociedad les ha inculcado a los niños y a los hombres desde hace décadas: ponte a trabajar y no te quejes. Si puedes traer el pan a la mesa, eres buen padre.

La ética del proveedor es una masculinización errónea de un ideal noble que comparten tanto hombres como mujeres. Es una fuente de propósito para incontables personas que trabajan en condiciones difíciles para que sus hijos no tengan que hacerlo. También es difícil cumplir con ese ideal. Esta mentalidad persistente ha sido devastadora para muchos obreros varones, que anclan su valor personal en la noción de que son los proveedores de su familia, aunque sus oportunidades laborales sean reducidas.

Los hombres de mediana edad y más jóvenes quizá piensen que esta ética es una reliquia de la época de sus padres o abuelos, cuando menos mujeres trabajaban de tiempo completo. Sin duda, yo creía que la había superado. Sin embargo, como sociedad, no la hemos trascendido.

Mi desgaste disminuyó cuando nos mudamos a Texas. Como escritor y profesor universitario de medio tiempo, ahora percibo una fracción de lo que gana mi esposa. Sé que no es mi culpa; el factor diferencial se debe a las condiciones laborales cada vez peores del periodismo y la academia. Me interesa mi trabajo, pero ya no lo es todo para mí. No tenemos hijos, pero en casa, sé que contribuyo con lo que me corresponde.

Al final, para acabar con nuestra cultura de desgaste, no solo tendremos que mejorar las condiciones de trabajo, sino también crear nuevos ideales sobre el papel que tiene el trabajo en la prosperidad humana. Eso implicará adquirir un compromiso con ideales de hombría que dependan menos de la productividad económica y más de virtudes como la lealtad, la solidaridad y la valentía, incluida la valentía para renunciar a un trabajo, criar a un hijo, o ambas cosas.

Jonathan Malesic es columnista de The New York Times.