No me espantes las llamas

El camino es de subida, siempre lo es. Por la izquierda, corre un río encerrado en una bóveda. Por la derecha, ladran perros y nos saluda un espantapájaros disfrazado de cholita. Los comunarios esparcen chuño y sueñan con el hielo. Un joven arenero manguerea en blanco y negro. El camino es de curvas, siempre lo es.
Hemos dejado atrás ya los remansos del sur. Un letrero nos avisa: “prohibido el ingreso de las personas ajenas a la comunidad por el coronavirus”. Los cerros recortados avizoran una tempestad petrificada. La gran ciudad se ve diminuta allá abajo, todos los gigantes son de barro. Las siluetas fálicas, erosionadas durante miles de años, penetran el azul cielo más intenso en este verano gélido.
Aparece de repente una manada de toros salvajes, nos observan con paciencia. Subimos unos metros, ayudados por la coca, y ellos avanzan. Nos detenemos y ellos se detienen. La utopía de Eduardo Galeano no había sido un horizonte sino una manada de cornudos. En la penúltima curva, los toros desaparecen por arte de magia; minutos después se convierten en un lienzo atravesando paisaje de pre cordillera. ¿Y si Enrique Arnal hubiese trepado hasta estas alturas solo para pintarlos?
“Hemos llegado a Ninguna Parte”, me dice Chingo. Un peñón oscuro como el destino bifurca los senderos. Por la derecha, no hay futuro. Por la izquierda, un camino gambetea el cerro y promete esperanza. Unas rocas pintadas de ocre anuncian el fin del camino. Una llama “bianconera” recorta el horizonte en la lejanía. No hay otra, hay que trepar entre roquedales, paso a paso, partido a partido.
Con el silencio bajo bandera y las bocas tragando oxígeno, subimos ensimismados hasta que nuestra llama reaparece de la nada. Curiosa y juguetona, posa y se va. A la izquierda han surgido los picos más nevados del “joven Potosí” y a su derecha, las negruras de la Cumbre y sus nieblas.
“Vamos hasta la antena”, le digo al Chingo que bota el bofe de una semana de puchos. ¿Qué hay detrás de la última montaña? Más montañas. Entonces dos motitas de sal a lo lejos anuncian el presagio. “Es el Illimani”, grito con todas mis fuerzas. Las dos montoneras de sal ya son cuatro y dibujan la inconfundible silueta del “Resplandeciente”. El telón de la cordillera se corre lentamente. Entonces aparece el personaje secundario, su cumbre arrancada de cuajo por un puñetazo del Tata: es el Mururata.
Cuando por fin, tras seis horas de caminata charlada, atravesamos la última montaña, la recompensa nos contagia silencio. Un bofedal, bautizado en los viejos mapas como Huallatani, nos regala otro cuadro: cientos de llamas pastan como si el tiempo no existiese.
Me lanzo cuesta abajo para sacar fotos y dejo atrás al Chingo de nuevo. Me tumbo en la vieja laguna y como mis dos plátanos y mis dos manzanas. Alguien se aproxima. Es un joven llamero. “Puedes sacar todas las fotos que quieras, pero no espantes mis llamas”, me dice enojado. No puedo con mi carácter y discuto. “No te estoy espantando las llamas, están yendo para abajo solitas”, me defiendo. “Las espantas, pues, no hagas” y se da media vuelta. No acierto más que a decir “ya” tres veces. Debería haberle preguntado su nombre, pienso después. No se me ocurre otra cosa que llamarlo al Chingo que observa todo desde muy lejos: “acabo de discutir con el pastor de las llamas”. Las risas se escuchan en todo el valle que siempre es verde. “No jodas más, Bajo, subí, tenemos que bajar, si se hace de noche acá nos morimos de hipotermia”, me dice el veterano explorador de selvas y nevados. No me da tiempo a contarle que yo no había espantado a ninguna llama, ni siquiera a esa melenuda y hippie que me lo había posado con una torre de luz y el Illimani de fondo.
Tenemos apenas tres horas de luz para bajar. Lo hacemos volando, acullicando, charlando de augurios en forma de llama y rocas. Cuando estamos de vuelta en la comunidad, preguntamos: ¿qué se llama la pampa detrás de la última montaña? “Poto Poto” se llama, responden y arrancan carcajadas de ida y vuelta. Dicen que el aymara no es un pueblo divertido. Es mentira.
Nos queda hora y media de camino y la noche amenaza. Un carro destartalado comienza también a descender. Por 10 pesitos nos va a dejar en la ciudad. El chofer se llama “Saimon” y nos interroga: “¿De dónde son? ¿hablan aymara?” Janiwa. “¿Comen chuño?” Eso sí y tunta más. “Entonces, hablan aymara pues”. ¿Quién dijo que los aymaras son serios?
Volvemos cansados, sucios y quemados. No espanté ninguna llama y saludé a gigantes. La montaña es un regalo, siempre lo es.
Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.