Mi cena con Sidney Poitier
Sí, él vino a cenar. En el verano de 2014, me enteré por un amigo de que había sido invitado a una cena en Los Ángeles donde también estaría Sidney Poitier. No soy fácil de impresionar por las celebridades. Pero Poitier no solo era una estrella, sino una leyenda, un león, una figura casi mítica en la cultura afroamericana y en la cultura en general. Pertenecía a la realeza afroestadounidense.
Poitier fue más que el primer afroestadounidense en ganar un premio al mejor actor otorgado por la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas por su actuación en la película de 1963 Los lirios del valle; él y su mejor amigo de toda la vida, Harry Belafonte, también fueron ejemplos de ese tipo de artista que es activista, y ambos arriesgaron no solo sus carreras sino también sus vidas, en el apogeo de su fama, por la causa de los derechos civiles.
Efectivamente, en la fecha y el lugar designados (Spago en Beverly Hills, California), Poitier estaba allí con su esposa y dos de sus amigos.
Cuando me acerqué a la mesa, Poitier me saludó con una sonrisa cegadora, de esas que iluminan y seducen, de esas que te hacen sentir que has conocido a un completo extraño toda tu vida. Poitier insistió en que me sentara a su lado.
El actor era el centro de gravedad en ese salón, como lo demostraban todos los cuellos estirados y los teléfonos levantados furtivamente para tratar de conseguir una foto. Esa noche, de principio a fin, Poitier me susurró chistes ingeniosos y sarcásticos con la satisfacción diabólica de un colegial. Tenía 87 años en ese momento.
Fue abrumadoramente encantador, pero también era modesto y sin pretensiones. Ahora ya sabía, de primera mano, lo que era el poder de las estrellas. Su encanto te envuelve, como un suéter suave. De cachemira, por supuesto.
En ocasiones hablaba con las manos. Como les pasa a muchas personas mayores, sus manos se movían por el aire como si se movieran por el agua.
Poitier conocía a la camarera que tomó nuestro pedido, por lo que la saludó con efusividad. Cuando volvió para ver si queríamos postre, dijo que yo simplemente tenía que probar su postre favorito en la carta. La camarera dijo que, por desgracia, ya no quedaba ese postre, pero al devolverle el menú, Poitier dijo: “Pero es que de verdad lo quiero”. No estaba enojado ni fue insistente. Su júbilo nunca lo abandonó. Pronunció las palabras y la frase más como un hecho desafortunado que como una reprimenda.
Más tarde, la camarera regresó a la mesa emocionada para decirnos que habían “encontrado” más del postre y lo puso frente a nosotros. “Lo encontraron…”, pensé. Lo que imaginé fue una búsqueda loca en un congelador de la cocina o una carrera a una tienda local para buscar los ingredientes y preparar el postre.
No sé por qué ese momento sigue estando tan vivo en mi memoria ni exactamente qué debería pensar de él. Por un lado, se podría argumentar que deberíamos ser lo más amables que pudiéramos con los trabajadores de los restaurantes, que realizan un trabajo arduo a veces por poco dinero, y cuando dicen que algo se les acabó, deberíamos dejarlo así.
Pero yo lo vi de otra manera, desde la perspectiva de Poitier. Él había aprendido que, en ocasiones, cuando las personas dicen que algo no es posible, es solo que no se han esforzado lo suficiente. A veces, el “no es posible” no es definitivo.
Cuando Poitier llegó a Nueva York, hizo todo tipo de trabajos ocasionales hasta que, como escribió en sus memorias, dijo: “¡Al demonio!”, y probó suerte en la actuación. Eso no salió bien. Como escribió Poitier, cuando se presentó a una audición en American Negro Theatre, “el hombre que estaba a cargo me dijo enseguida, y en términos inequívocos, que mis suposiciones estaban mal”. Continuó: “No había estudiado actuación. ¡Apenas podía leer! Y, para colmo, al hablar tenía un marcado acento bahameño cantado”.
Según relató Poitier, el hombre estaba furioso. “‘Solo sal de aquí y deja de hacerle perder el tiempo a la gente. Ve a buscar un trabajo que puedas hacer”, gritó. Y justo cuando me echó, me dijo: “Consíguete un trabajo como lavaplatos o algo así’”. Poitier ya había trabajado como lavaplatos.
Poitier se esforzó para convertirse en uno de los mejores actores que Estados Unidos haya tenido. Como él mismo mencionó: “Hay algo dentro de mí (orgullo, ego, sentido de identidad) que odia fracasar en cualquier cosa”. Para personas como Poitier, que han vivido una vida en la que con puro valor y determinación convirtieron los rechazos en aprobaciones, las negativas carecen de un carácter terminante.
Hacia el final de la velada, Poitier me preguntó por mi familia y luego me contó que tenía seis hijas y ningún hijo. “Te voy a adoptar”, dijo. Me pidió que le enviara a él y a su esposa una copia de mi libro y me ordenó: “Escribe en la dedicatoria ‘Para mamá y papá’”, lo cual hice.
Tal vez para otra persona, esto solo habría sido una cena más. No para mí. No olvido esa noche. Poitier me enseñó cómo se ve un hombre que ha vivido bien la vida; observé en él cómo se envejece con gracia y amabilidad o cómo se adquieren estas cualidades con el tiempo, y cómo la elegancia y la sofisticación son atemporales y eternas. Poitier fue el epítome de la dignidad afroestadounidense, la belleza, el orgullo y el poder afroamericano.
Ahora, cada vez que me enfrento a un obstáculo, o incluso a mis propias dudas, recuerdo la frase que mi “papá de la cena” grabó en mi memoria: “Pero es que de verdad lo quiero”.
Charles M. Blow es columnista de The New York Times.