El desacuerdo y la flojera
Los atenienses ciertamente le daban mucha importancia a la palabra y creo que podríamos considerarlos como verdaderos campeones de la libertad de expresión. En el ágora, reconocían el coraje de aquellos que dijeran su verdad más allá de las porras y los abucheos de las multitudes; y fuera de ella, eran las palabras las que le daban sentido a las vidas de sus ciudadanos, por pocos que éstos fueran, a través de las obras de Esquilo y Aristófanes, para reír y llorar. Fue con palabras que construyeron su novedosa forma de gobierno, la democracia, imposible sin deliberación y las contradicciones que ésta inevitablemente trae, prestándose, por cierto, el alfabeto fenicio, unos siglos antes de convertirse en la Ciudad Estado más poderosa del Mar Egeo.
Aquellos amos de la persuasión, los sofistas, mostraban particular orgullo por su habilidad para convencer mediante el uso de la palabra, lo que llevó a Gorgias, en el Encomio de Helena, a advertir que, “la palabra es un poderoso soberano que, con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, lleva a término las obras más divinas. Pues es capaz de hacer cesar el miedo y mitigar el dolor, producir alegría y aumentar la compasión”. Ciertamente, es posible hacer cosas con palabras, y puede que sean la única forma de construir una vida civilizada. Para los que disfrutaron de esa maravillosa película de Christopher Nolan, Inception, las explicaciones están de más. Más que de endulzar los oídos, la retórica en realidad trata acerca de construir realidades a través de los argumentos, algo mucho más difícil de hacer que de decir, irónicamente.
Ryan K Ballot, un especialista en todo lo que pueda relacionarse al mundo antiguo, sostiene que la deliberación y el discurso público tenían particular importancia para los atenienses, muy por encima que para el resto de los pueblos griegos. Pues era a través de estas actividades que ellos construían su verdadera ciudadanía, su alianza y lealtad para con el resto de sus pares. Y dicho ejercicio requería de la presencia de su propia serie de virtudes. Si en el gobierno era la templanza y la moderación lo que definía a un buen gobernante, en el debate público lo que se requería con más necesidad era el coraje, o la capacidad de decir cosas que posiblemente muchos condenarían o incluso censurarían. Decir la verdad requería no solo de la capacidad de poder articular coherentemente un discurso, sino del valor para decir aquello que no se quiere escuchar.
Esto es algo que deberíamos tener particularmente presente estos días en los que corren rumores sobre posibles cambios en el gabinete presidencial. Cuestionamientos, increpaciones y hasta abiertas defenestraciones se han hecho al calor de la coyuntura, lo que ha sido aprovechado por los medios de la derecha para señalar una supuesta fractura en el instrumento político más grande y poderoso en la historia del país. Lejos de obligarnos a callar nuestras discrepancias, el propio devenir del MAS-IPSP nos demuestra que esta tradición de política contenciosa es lo que explica la fortaleza del partido, por lo que no debemos temerle al debate abierto, honesto y de buena fe, particularmente si los que comparten su parecer son las principales organizaciones del Pacto de Unidad.
En realidad, lo peligroso sería callar nuestras desavenencias bajo una falsa fachada de unidad, como si decir lo que uno considera la verdad fuera lo mismo que ponerse de lado de aquella extrema derecha que no tiene ni siquiera ideas para estar en desacuerdo. Puede que las opiniones acerca de cómo deberían funcionar las cosas dentro del MAS-IPSP sean tan diversas que resulten conflictivas, pero al menos nunca tendremos que soportar aquel silencio que delata la evidente estupidez de nuestros adversarios, cuya desesperación por recuperar el poder llegó a tal extremo que depositan todas sus esperanzas no en ganar, sino en que el otro se rinda. Eso ya es flojera.
Carlos Moldiz es politólogo.