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El limbo de Ómicron

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Se supone que no hay que querer contagiarse de la variante Ómicron solo para olvidarse de esta enfermedad. En un artículo tras otro, los expertos advierten del peligro de intentar contagiarse del virus con la esperanza de dejarlo atrás.

Podrías acabar contribuyendo a la insostenible carga del sistema sanitario, dicen, o contagiar a alguien más vulnerable que tú. Los tratamientos estarán más disponibles dentro de unos meses. Así que, aunque mi impulso, ante algo tan sombrío como en apariencia inevitable, es superarlo lo más rápido posible, he seguido con obediencia todas las precauciones que me han dicho que tome e incluso otras más.

Mi hijo de nueve años dio positivo la mañana del martes de la semana pasada, después de que, al levantarse, se quejara de un ligero dolor de garganta. El esfuerzo por evitar el COVID-19 se ha apoderado de nuestras vidas, en mayor o menor medida, durante casi dos años, y ahora, pensé, podía por fin dejarlo atrás. Supuse que, dada la extrema capacidad de contagio de la variante Ómicron, todos acabaríamos enfermos en poco tiempo. Mi hija dio negativo, pero me pareció responsable que no fuera a la escuela.

Esperaba que después de un par de semanas terribles, saldríamos de esto. Me imaginaba un invierno lleno de cenas cálidas en el interior, películas y citas para jugar con familias que no tendrían que preocuparse de que nosotros los contagiáramos de COVID-19. Así que hemos estado esperando. Y hasta ahora, no ha pasado nada.

Esta es la parte en la que reconozco mi situación privilegiada. Mi familia está sana, vacunada y asegurada. Los síntomas de mi hijo duraron menos de un día. Ahora estamos bien y es probable que sigamos estando bien si nos enfermamos de COVID-19.

Pero este limbo —por el que está pasando todo tipo de familias— es espantoso. Es difícil valorar que uno está bien cuando la enfermedad parece inminente. Dicen que la gente puede contagiar el virus uno o dos días antes de presentar los primeros síntomas y dos o tres días después, y que el virus tarda unos tres días en incubarse. Así que, aunque me sorprende que el resto de mi familia no lo tenga todavía, es muy posible que lo tengamos pronto. Por temor a la cuarentena, no había considerado la peor posibilidad, las cuarentenas sucesivas, que cada uno de nosotros se enferme con días de diferencia. Solo quiero que ya pase esto.

Desde que Ómicron apareció en mi casa, he aprendido algo raro sobre la enfermedad. Es, como todos sabemos, muy transmisible, lo cual es catastrófico. Sin embargo, después de hacer algunas indagaciones, me ha sorprendido la cantidad de familias que conozco, todas vacunadas, en las que unos se han contagiado y otros no.

Hablamos tanto de que Ómicron elude las vacunas que es fácil olvidar que a veces no lo hace.

Así que uno de los problemas de intentar acabar con Ómicron es que podría no depender de ti. Si vives con otras personas, no basta con apretar los dientes y decidir que por fin te vas a enfermar.

Dios sabe que entiendo el anhelo de hacerlo. Después de 22 meses de esta pandemia estoy al borde del colapso psicológico. A estas alturas, unas pocas semanas de incluso una mala gripe parecen preferibles a la ansiedad perpetua, la fatiga de tomar decisiones en esta mala racha y a considerar a los demás como vectores virales por reflejo.

Tal vez sea fácil para mí decirlo ahora, pero un breve periodo de enfermedad (si las probabilidades están a mi favor y no padezco del COVID-19 prolongado) parece más fácil de tolerar que una lucha prolongada y quizá inútil por evitar enfermarme. En pocas palabras: no puedo aguantar más. Estoy dispuesta a rendirme.

Pero al virus no le importa. El deseo de olvidarse de la variante Ómicron es un deseo de ejercer una medida de control en una situación incontrolable. Este interregno, de esperar a ver si el resto de mi familia va a enfermar o no, es un recordatorio del poco control que tenemos en realidad. Ahora mismo me siento bien. Y eso es terrible.

Michelle Goldberg es columnista de The New York Times.