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El laberinto infinito

VOCES

Uno de los grandes abismos bolivianos es la memoria. Muchos jóvenes no saben de periodos importantes de la historia del país. Gente mayor no quiere saber, y otros prefieren olvidar. Es el caso, por ejemplo, del concepto de ‘dictadura.’ Sin recordar las verdaderas dictaduras sangrientas de Hugo Banzer o de Luis García Meza, la palabra ‘dictadura’ se usa con facilidad cuando se hace referencia a gobiernos semiautoritarios.

Si hay gente que no quiere leer ciencias políticas para saber las definiciones de palabras como democracia, dictadura, autoritarismo, revolución, etc. y tampoco les interesa la historia de Bolivia, como la obra de Carlos Mesa (un buen periodista e historiador, sobre todo del fútbol nacional) o de Herbert Klein, entonces les sugiero el camino de la literatura.

A través de las novelas de Augusto Céspedes, o de la poesía de Eduardo Mitre o del beniano Pedro Shimose, se puede entender bastante de la memoria colectiva boliviana, hasta para nosotros que salimos del país hace mucho tiempo. Yo encuentro un buen guía hacia una posible salida del laberinto infinito que es la conciencia nacional en Arturo von Vacano (por razones evidentes). A dos años de su fallecimiento, lo tengo en la memoria.

En los años 70 existía una pequeña casa en San Miguel, en La Paz, que parecía una biblioteca. Ahí, mi padre Arturo tenía mil libros. Fue mi primera guardería: me protegían murallas hechas de libros en lugar de ladrillos. Desde entonces hallo refugio en las páginas de libros.

Entre libros de Kurt Vonnegut, Edgar Allan Poe y Rimbaud, o crónicas sobre el Che y los hermanos Peredo, el primer “ladrillo” de ese fortín que me llamó la atención fue Sombra de exilio”( 1971). En esa “novella” mi padre describe la enajenación de un joven del Colegio Alemán de La Paz durante los años del MNR. Más tarde, mientras estudiaba en el Franco Boliviano de Achumani, yo leía las palabras de mi padre como si fueran las mías: “el colegio me había hecho un extranjero dentro de mi propio país.” Lo mismo me pasó, en francés y no en alemán. Solo ‘traicionando’ a esas raíces de la élite de la zona Sur (que la película de Juan Carlos Valdivia retrata agudamente sin tener que repetir la alienación que se siente al ver docenas de carteles en inglés en Calacoto) pude ver los colores plurinacionales del país.

Luego descubrí Morder el silencio (1980). Aún recuerdo un evento de presentación del libro en El Prado, semanas antes del golpe de García Meza. Mi padre no tenía buen sentido del timing: publicó una crítica a la dictadura militar (semificticia, pero basada en su propia experiencia durante el régimen de Banzer) justo antes del golpe de 1980. Recuerdo los gases lacrimógenos en El Prado. También a los changos milicos (tendrían 20 años) entrando a la casa de San Miguel a las cinco de la mañana, cuando ya mi padre había encontrado asilo político en la embajada alemana. Mi madre Marcela, heroica como siempre, lo había llevado en la peta Volkswagen color ladrillo, llegando a la embajada cuando a 100 metros se acercaban los tanques. Fue una de 100 veces que mi madre le salvó la vida a mi padre. Eso, mis queridos amigos, es dictadura.

Por suerte el embajador de Alemania en Bolivia en ese momento, Johannes von Vacano, era el tío abuelo de mi padre. Ese es el tipo de coincidencias que desafían a la realidad que traté de comprender leyendo El apocalipsis de Antón (1972). Como dice la tapa, es un desafío para la imaginación. El libro es un golpe furioso de fuerza, así como golpea el viento altiplánico, de la manera en que lo hace Kiro Russo en El gran movimiento. Deambular por los laberintos de La Paz, como lo hace “Antón” o “Max”, tiene algo de poético, y algo de apocalíptico.

Vi el film de Russo en Nueva York en septiembre. Una ciudad que fascinaba a mi padre. Ahí llegamos con asilo político tras la dictadura de García Meza. Ahí mi padre se perdía por los laberintos del subterráneo de Manhattan. Y es ahí donde empezó a tratar de escribir en inglés, algo que nunca pudo lograr. Viviendo en Washington DC volvió al español con El malentendido (1996). Como inmigrante en Estados Unidos, vivió sus últimos años extraviado, en un malentendido entre su pasado y su presente.

Hace poco, buscando libros sobre Bolivia, encontré varios de sus libros que él me obsequió. Muchos tienen la palabra “Bolivia” escrita debajo de su nombre, como explicando el por qué fue escritor. Él me solía decir, “hay dos tipos de bolivianos. Los que se quedan, y los que pueden salir.” Mi padre salió de Bolivia, pero Bolivia nunca salió de él. Luchó siempre contra la represión (a la que él llamaba La Bestia), sin volverse monstruo él mismo; y miró al abismo, sin dejar que el abismo mire dentro de él.

Diego von Vacano es docente en ciencias políticas en la Universidad de Texas, EEUU.