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Complicidad ciudadana

A FUEGO LENTO

Una sociedad maltratada pierde el interés por resolver los problemas cotidianos que la aquejan. Le ataca la anomia en la que cae ante el muro infranqueable y gris de la burocracia estatal. El Estado es un monstruo que devora a los más vulnerables.

Desde la colonia y durante la república, una casta impermeable heredó la burocracia estatal a través de los tiempos, convertidos en ratones que conocen los vericuetos y las mil triquiñuelas para escalar en diferentes gobiernos y aprovecharse del Estado. Desde la promulgación de la nueva Constitución del Estado Plurinacional nada ha cambiado, reciclados y convertidos, siguen incrustados en el aparato burocrático porque son “necesarios” y los novatos aprenden fácilmente todas las artimañas que se repiten desde el pasado. Estas castas todavía respiran y muestran gran vitalidad impidiendo que el Estado Plurinacional termine de nacer. Es una dolencia sumatoria: a la revolución democrática y cultural le falta la revolución moral.

El fracaso del ministro de Justicia, Iván Lima, para conformar un equipo e iniciar una reforma judicial era previsible: el problema involucra a toda la sociedad, vale decir a la universidad y su currículo de deontología, a la Policía, a las FFAA, a los colegios de profesionales, a los sindicatos y movimientos sociales. Una reforma o revolución judicial es, sobre todo, una acción moral de largo aliento.

Se educa en valores en los hogares y se instruye en las escuelas e instituciones de formación profesional. Según Gevaert, valor es todo lo que permite dar un significado a la existencia humana, todo lo que permite ser verdaderamente humano.

Si una ciudadanía da por normal que le engañen y abusen es también —por omisión— cómplice del estado de cosas en el aparato judicial del Estado; es decir, que su derecho conculcado no le permite ser humano plenamente y si lo omite es que está desvalorizado.

Los grupos sociales apoltronados por la televisión y las redes sociales terminan asumiendo la sumisión o la rebeldía cibernética sin exponerse y lanzando chismes o alguna vez un dato verificable. Así, tienden a antropomorfizar a los poderes estatales e invisibilizar a los responsables que se pierden en grafitis como estos: “El Estado nos mata”. “La Policía y las FFAA son corruptas”. “Vamos a seguir pintando (los monumentos) hasta que cesen de matarnos”. Han perdido la noción básica de que estas construcciones sociales de los poderes estales son creaciones humanas, no entes de razón, son entidades jurídicas sujetas a normas y leyes que nadie acata, empezando por sus propios miembros. En nuestro Estado y en otros con instituciones enfermas, es corriente que soldados de las FFAA, ordenados por jefes superiores de carne y hueso, masacren a ciudadanos indefensos, destruyan el orden constitucional junto con los policías coludidos con políticos civiles que buscan lo mismo: proteger sus intereses.

En las prácticas rutinarias de muchos ciudadanos se devela ausencia de cultura ciudadana, por ejemplo: muchos conductores no respetan las leyes de tránsito y los policías tampoco; así, al lado de la Cancillería del Estado, dónde está situado el grupo policial UMOPAR (Unidad móvil de patrullaje rápido), existe un letrero que ordena: “Prohibido Estacionar” y todos los oficiales de esa unidad lo hacen. Si los encargados de mantener las disposiciones de tránsito las infringen, entonces no existe límite para las anomalías que son admitidas y reproducidas por la ciudadanía. Estos sucesos se adosan a la vida habitual y la frecuencia en los medios de comunicación las convierten en algo digerible, por eso no es raro que abogados que ocupan altos cargos en la judicatura hagan lo mismo que un policía volteador de droga o sea chantajista de los delincuentes. Es una cadena humana, con nombres y apellidos que se reproduce porque los poderes estatales están plagados de ellos.

El Poder Judicial está contaminado desde sus notarías de Fe Pública, institución que legitima los tratos y convenios entre los ciudadanos, como representantes privados del Estado elegidos por cinco años. Como en todos los aparatos burocráticos, existen servidores atrabiliarios que sonsacan dinero a ciudadanos del área rural, no acatan sus aranceles ni emiten factura. Denunciar actos de abuso, con nombres y apellidos y la institución a la que pertenecen, es un diagnóstico y una contribución de la ciudadanía para impulsar la reforma judicial.

Edgar Arandia Quiroga es artista y antropólogo.