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La bruja está en su cueva…

ABRELATAS

Que llueva, que llueva… Es difícil imaginar la magia y el misterio que la lluvia generaba en nuestros antepasados, libres como estaban de las prosaicas explicaciones científicas. “Si un tipo particular de nube llamada cumulonimbo asciende a una región más fría de la atmósfera con la correcta presión y humedad, de modo que su vapor se condense…” ¡Pamplinas! La lluvia es hija de una nube preñada por el viento. Son lágrimas de alguna divinidad propensa a la tristeza. Es el regalo que dejan las almas, que se van después de acompañarnos entre Todos Santos y carnavales.

Como sea que se la explique, la lluvia solía ser un favor, una bendición, un signo de esperanza. Los pajaritos cantan, las nubes se levantan…

Pero ahora llueve sobre nuestros tejados y muchos empezamos a ponernos nerviosos. ¿Aguantará la calamina? ¿aguantará la ladera? ¿aguantará la ciudad esta época de lluvias? El sonido del agua golpeando las ventanas ya no es una música placentera, se ha convertido en una alerta ominosa. ¿Qué desgracias anuncia? El río se ha salido de su cauce. Pedrones enormes han caído sobre la carretera. Los cultivos se han anegado. Un barrio se ha deslizado. Las canalizaciones han sido rebasadas y olas de lodo amenazan el tráfico. Una lavandera ha sido arrastrada por la corriente. Muchas familias lo han perdido todo.

En otros tiempos, nuestra inocencia era tan pura y cristalina que incluso teníamos una fiesta del agua, la llamábamos carnavales. En la fiesta del agua se celebraba la lluvia y el bien que le hace a nuestros campos, a nuestros animales, a nuestras vidas. Por eso adornábamos de colores las sementeras y los edificios para que fructifiquen, y jugábamos a mojarnos como una forma de desearnos unos a otros el bienestar que el agua derrama cuando llueve.

Poco queda de esa bella costumbre. La fiesta del agua poco a poco se va transformando en la fiesta de la espuma sintética, así como la bella fiesta del fuego que solíamos celebrar en junio se ha transformado en la fiesta de los embutidos. Este año, para colmo, la amenaza del COVID rodea de miedo el festejo que queda. El Pepino ha tenido un desentierro deslucido. Las comadres han tenido que guardar sus canastas. Los comparseros preparan festejos a escondidas. Los devotos de La Candelaria siguen en ascuas: ¿Será que finalmente llegarán los bailarines?

Parece que este año, una vez más, la bruja del miedo ha escapado de su cueva para aguarnos la fiesta. ¿Cómo podemos celebrar la lluvia un año en que su intensidad ha destruido campos, edificios, animales y vidas? ¿Cómo mojarnos unos a otros cuando, por irónica contradicción, el agua es cada vez más escasa?

Razones lógicas, sensibles y políticamente correctas nunca faltan: es la contribución de nuestra cultura a evitar un desequilibrio ambiental que no hemos provocado, pero del que somos las víctimas más inermes y desprotegidas.

¿Será que los árboles que habrían evitado con sus raíces el deslave de los cerros se quemaron antaño en una fiesta del fuego? ¿Será que las fogatas de mi infancia provocaron el cambio climático y la lluvia intensa que destruye hoy casas, cultivos y carreteras? Es difícil de creerlo, si comparamos nuestros fueguitos con la continua humareda de las fábricas y automóviles del primer mundo.

En realidad, nosotros estamos sufriendo el ch’aki de una fiesta a la que no fuimos invitados. Y nuestra memoria, nuestras costumbres, nuestra forma linda de vida poco a poco deberá morir, para no desentonar con la conciencia ecológica de quienes viven en continua parranda de consumo y monóxido.

Diría más, pero tengo que dejar de escribir. Está lloviendo de nuevo y justo encima de mi escritorio hay una enorme gotera.

Verónica Córdova es cineasta.