¿Cuándo se jodió el Perú?
Mi cercanía con la realidad peruana es de larga data, toda vez que Lima fue destino obligado de dos exilios causados por las recurrentes dictaduras militares. La primera vez en 1964, acompañando al expresidente Víctor Paz Estenssoro, y la segunda, empujado por el golpe de Luis García Meza, derrocador de Lydia Gueiler, de quien fui su Ministro de Educación y Cultura. Desde entonces he seguido la agitada vida política de nuestro vecino más próximo con el que compartimos historia, geografía, demografía y sobre todo esa mentalidad andina que nos ha acarreado alegrías y desgracias insoslayables. Por añadidura —como anécdota— compartí con Mario Vargas Llosa no solo pupitre en el Colegio La Salle de Cochabamba, sino también el singular privilegio de haber tenido en aquel hermano fraile, igual preceptor que nos alfabetizó a temprana edad. Por todo ello, me pregunto junto al ilustre Nobel, ¿cuándo se jodió el Perú? Una interrogante que conlleva amargura e impotencia, a la luz de los últimos tropiezos que el ejercicio pleno del juego democrático ha precipitado a esa nación en peligrosa inestabilidad.
Es imposible evitar hacer ciertas analogías entre nuestros dos países. Mientras en 2006 irrumpía Evo Morales con su populismo “masista”, 16 años más tarde lo hacía Pedro Castillo, a la cabeza de Perú Libre, con un programa muy parecido: reivindicación de los segmentos olvidados en dos siglos de repúblicas liberales, convocatoria a Asamblea Constituyente, defensa de los recursos naturales y otros puntos. La gran diferencia radica en que Castillo enfrenta a un Congreso unicameral compuesto de un mosaico de opciones partidistas donde su partido es minoritario, en cambio Morales siempre contó con una dócil y obsequiosa mayoría parlamentaria. Por este último motivo, con apenas seis meses en el cargo, Castillo no puede adelantar las reformas prometidas y al mando de su cuarto gabinete, tambalea en frágil equilibrio para evitar que los congresistas no apelen al precepto constitucional de aplicarle la cláusula de la “incapacidad moral permanente” para declarar su cargo en vacancia. Característica común en ambas riveras del lago Titicaca es el virus de la corrupción, con esta muestra ilustrativa: en tanto que en el Palacio Pizarro se descubrió un paquete con 20.000 dólares en el baño del secretario del Presidente, en El Prado de La Paz, un ministro encapuchado se aprestaba a recibir idéntica cantidad como coima, momento en que fue interceptado por la Policía. En ese marco de analogías, el cultivo de la hoja de coca y su derivado colateral, la cocaína, es fuente inagotable de un mayúsculo tráfico que corrompe todos los niveles del Estado, siendo la tendencia boliviana la más copiosa. En el ejercicio del poder, en ambos países se observa una notoria dualidad: si en Lima el mando oficial lo ejerce Pedro Castillo, en la práctica es Vladimir Cerrón, líder de Perú Libre, quien manda realmente; mientras que en La Paz se rumora que el presidente Luis Arce debe tolerar la irrefrenable injerencia de Evo Morales desde su feudo del Chapare.
En los últimos días el flamante premier Anibal Torres denunció que en el Congreso se trama un golpe de Estado para “vacar” a Castillo. Para ello, de los 130 congresistas se requiere 2/3 de votos, o sea 87, frente a esa meta los oficialistas se afanan en conservar lealtades, en tanto que los opositores buscar seducir más disidentes. El resultado final sigue incierto.
En el frente externo, Castillo tuvo el tino de reclutar experimentados diplomáticos para paliar su fisonomía filocomunista, aunque recientemente se desvinculó del modelo venezolano, repudiando el nicaragüense y alejándose de Evo Morales. Por el contrario, su visita al brasilero Jair Bolsonaro, con quien compartió para la foto su típico sombrero luminoso, marcó un saludable equilibrio que desubicó a sus adversarios en casa y confundió a sus amigos en el exterior.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.