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Por qué retiré mi pódcast de Spotify

/ 23 de febrero de 2022 / 04:10

A veces veo un programa de telerrealidad llamado Construcciones remotas, sobre personas que deciden construir casas en lugares apartados donde puedan llevar vidas sustentables. A lo largo de una hora, veo a alguien construir una yurta o una choza de barro con paredes de mazorca de maíz. Está claro que lo que buscan estos ermitaños contemporáneos es una existencia aislada, en la que nada les afecte y ellos no afecten nada más allá de las fronteras de su hogar. Eso es una ilusión, sin duda, pero entiendo el atractivo de la idea.

Soy escritora. Suelo escribir sobre mis opiniones y sé que no puedo hacer eso de manera aislada, por tentador que a veces parezca. Creo que debemos estar expuestos a una multitud de ideas y perspectivas interesantes, incluso aquellas que desafían nuestras creencias más arraigadas.

Joe Rogan es una persona de mente curiosa. Recuerdo haberlo visto en otro programa de telerrealidad, Fear Factor, del cual fue anfitrión en los primeros años de este siglo. En la actualidad es anfitrión de un pódcast muy popular en Spotify, The Joe Rogan Experience, para el cual afirma que se prepara muy poco. Los episodios son largos y dispersos, pues Rogan reflexiona sobre cualquier tema que ocupe su mente, como afirmaciones falsas de que las vacunas contra la COVID son “en esencia, una genoterapia”, por ejemplo. Sus invitados suelen ser personas que rondan la periferia intelectual y proveen información errónea y peligrosa sobre la COVID y otros temas. Rogan dice que es de mente curiosa, que solo le interesa hacer preguntas. Una manera conveniente de esquivar la responsabilidad de confundir a las personas a la hora de tomar decisiones de salud.

Rogan ha sido recompensado por estos esfuerzos, pues se dice que firmó un contrato de alrededor de 100 millones de dólares cuando trasladó su pódcast a Spotify.

Frente a las protestas y los boicots iniciados por los músicos Neil Young y Joni Mitchell, tanto la empresa como Rogan han ofrecido gestos conciliatorios. La semana pasada, el director ejecutivo y cofundador de Spotify, Daniel Ek, defendió los esfuerzos de la compañía para combatir la desinformación, que incluyen la creación de advertencias de contenido para programas que hablen sobre la COVID-19, pero no la eliminación del pódcast de Rogan de la plataforma.

Spotify no existe en un mundo aislado, y las decisiones que toma sobre el contenido que aloja tienen consecuencias. Decir que Rogan quizá no debería tener acceso ilimitado a los más de 400 millones de usuarios de Spotify no equivale a censura, equivale a una selección.

La desinformación ha llevado a decenas de millones de personas a creer que a Donald Trump le robaron su victoria en las elecciones de 2020; contribuyó a la insurrección del 6 de enero; ha ayudado a prolongar la pandemia de COVID-19.

Tengo un pódcast en el que converso con personas interesantes. Hasta el primer día de febrero estuvo en Spotify, pero he decidido tomar una postura firme. Me uní a Young, Mitchell y un creciente grupo de creadores, y retiré The Roxane Gay Agenda y todos sus archivos de Spotify, aunque seguirá disponible en otras plataformas.

No estoy tratando de coartar la libertad de expresión de nadie. Joe Rogan y otros como él pueden seguir difundiendo información errónea e intolerancia con orgullo en audiencias enormes. Las plataformas que compartan esas recompensas pueden seguir haciéndose los desentendidos. Pero, al menos ahora, yo no lo haré.

Roxane Gay Es colaboradora de Opinión de The New York Times

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Y Enrique conoció a Meghan

/ 21 de diciembre de 2022 / 02:13

Hasta el siglo XX, las monarquías eran la norma, no la excepción. Los placeres de pertenecer a una familia real son evidentes: sus países están organizados conforme a los caprichos de un único jefe del Estado que, al menos en el caso de la monarquía constitucional británica, cree que su poder emana del mandato divino y de una línea sucesoria ininterrumpida. Esto, claro está, es un absoluto sinsentido. Es más: las monarquías casi nunca son benévolas, ni siquiera cuando carecen de poder político. A menudo se sostienen sobre una forma u otra de violencia, y son sus súbditos los que subsidian sus vidas bañadas en oro. A cambio, los titulares renuncian a la mayor parte de su intimidad y dedican sus vidas al servicio de la corona.

Mucha gente fantasea con la vida de la realeza, pero, cuando se mira más allá de su obscena riqueza, de la pompa y la ceremonia, el día a día parece absolutamente deprimente. Hay demasiados rigores protocolarios, y muy poco espacio para la individualidad o la humanidad. Emparentarse con la monarquía conlleva un costo muy alto. Cuando el príncipe Enrique conoció a la actriz estadounidense Meghan Markle y se casó con ella, vimos, en tiempo real, el alto precio que la corona estaba dispuesta a cobrarle a una persona sin lazos con la realeza, incluida su vida entera.

En Harry y Meghan, el documental de Netflix, el duque y la duquesa de Sussex explican detalles íntimos de sus vidas, desde su noviazgo hasta la renuncia de sus deberes y privilegios reales y su mudanza a California para criar a su joven familia. Mediante una mezcla de grabaciones históricas, fotos y videos familiares y los finos testimonios de estudiosos, amigos y parientes, los duques de Sussex cuentan una historia que, francamente, ya conocíamos en su mayor parte. Quizá te sorprenda descubrir que la trilogía de películas de Lifetime sobre el noviazgo de Enrique y Meghan se ajusta bastante a la realidad.

Dado que no hay muchas grandes revelaciones en Harry y Meghan, parece que los duques de Sussex hicieron este proyecto porque necesitaban el dinero. Un príncipe está acostumbrado a un cierto estilo de vida. Las medidas de seguridad son caras. Hay que pagar la hipoteca. Exiliados de la familia real, los duques de Sussex saben que su historia es, por ahora, su activo más valioso. Cuando te han malinterpretado y calumniado, lo único que quieres es que la gente sepa la verdad como tú la has experimentado. Dado que quieres que te comprendan, supones erróneamente que, si la gente conoce hasta el último detalle, acabará empatizando con tu sufrimiento. Ojalá fuera así.

La monarquía británica es una institución envejecida que se define por la tradición, el autoengaño e incluso la soberbia. Por muy populares que sean los chismes sobre la realeza, el poder, la influencia y la relevancia de la monarquía están debilitándose. Cuando Enrique conoció a Meghan, la familia real tuvo una oportunidad única para evolucionar y modernizar una institución profundamente problemática. Pudieron haber adquirido relevancia en un mundo diverso y complejo. En el documental, Enrique y Meghan dicen que habrían trabajado por la monarquía durante el resto de sus vidas si la familia real les hubiese brindado un mínimo de consideración y protección. Querían que la familia real acogiera el papel de Meghan en la vida de Harry y lo utilizaran — la utilizaran— en su propio beneficio. En cambio, hicieron todo lo contrario, una y otra vez.

Como mejor se entiende Harry y Meghan es como una denuncia de lo que dejaron atrás y como declaración de independencia. Aunque solo fuera verdad una parte de las afirmaciones de la pareja —y yo las creo todas— el trato de la monarquía británica a Meghan marcará a la monarquía mientras dure. En toda historia hay dos versiones, pero es difícil interesarse demasiado por la parte que no dejó de aprovecharse de ninguna vulnerabilidad en nombre de la pervivencia. Durante unos breves instantes, existió la esperanza de que la monarquía pudiera dirigirse a una variedad de personas mucho más amplia y que, de ese modo, cambiara.

Creo que, si se lo hubiesen permitido, Enrique y Meghan habrían liderado ese cambio, lo que también es probablemente parte del motivo por el que se vieron desplazados. Los duques de Sussex eran increíblemente populares en el Reino Unido, Australia y Sudáfrica y en toda la Mancomunidad. De haber permanecido en la monarquía, habrían sido una amenaza cada vez mayor.

Y, aun así, también tengo esto presente: Enrique y Meghan parecían contentos con ser parte de la familia real, si la familia real estaba dispuesta a acoger el cambio. Pero lo que hace falta no es cambiar la monarquía. Lo que hace falta es desmantelarla. Si Enrique y Meghan hubiesen reconocido esto, su historia habría sido infinitamente más interesante.

Roxane Gay es columnista de The New York Times.

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