Los franceses lo llaman “flâneur”. Es la persona que vagabundea, callejea y se pierde por la ciudad, sin ton ni son. El paseante ocioso camina por las calles como lo haría por la selva, atento al hallazgo. Decía Walter Benjamin en Poesía y capitalismo que “va a hacer botánica al asfalto”. Los caminos, sean de arena, piedra, lodo o cristal, fueron hechos a la medida de nuestro cuerpo. Andar es otra curva del cuerpo.
La ciudad no está fuera de nosotros, sino dentro. No existiría sin sus personajes; los de ayer, los de hoy y los de mañana. Para caminarla hace falta tiempo para perder(se). Es necesario dejar el adictivo “teléfono inteligente” en casa y salir a leer las señales, los nombres de las calles y sus errores. A la calle Severino Zapata, héroe de la invasión chilena al departamento Litoral, un burócrata de la alcaldía un día la renombró como calle Emiliano Zapata. Y el poeta Oscar Cerruto otro día levantóse convertido en “Cerrito” en una calle del barrio de Obrajes.
Toda ciudad tiene sus polos magnéticos — eternas líneas de fuga— hacia los que el “flâneur” dirige sus primeros pasos. En pleno encierro pandémico, mi polo sur fue la Avenida del Poeta, una pequeña selva en medio de la urbe. Los columpios —espacios lúdicos de libertad— frente a la estación del Teleférico evocaban mi infancia, aprovisionaban el baúl de mis recuerdos. Toda ciudad es subjetiva.
Otra forma de curarse es recorrer las calles dejándose ir a la deriva, como hacían los surrealistas a principios del siglo pasado. Décadas después, los situacionistas agarraron el relevo y resucitaron el azar para sentirse como en casa entre fachada y fachada, esperando a la vuelta de la esquina lo mejor y lo peor. Una tarde bajando por Llojeta, comarca de pintores y suicidas, seis perros gigantescos se abalanzaron sobre mí sin causa aparente. La fábrica Delizia fue mi refugio pasajero. Desde ese día son mis helados favoritos.
El “flâneur” es un cuentista en potencia, un periodista, un cazador de anécdotas, un detective. Vuelvo a don Walter para recordar que la novela policiaca nace en la ciudad. El caminante sin prisa escucha conversaciones fragmentadas que salen de los minibuses, ata cabos, extraña las caras conocidas mientras olvida que la Tierra es redonda. Leo en los diarios de Henry-David Thoreau, en la fecha del dos de julio de 1858, que “un río en una ciudad es como una isla que un buen día decide viajar por el mundo; rápida corriente, ala ligeramente temblorosa, las ciudades con río son ciudades con alas”. Si el bueno de Thoreau tiene razón (siempre la tiene), La Paz no es solo la ciudad de los cielos/cerros, la ciudad de los ríos; es la ciudad alada. Y por ella van volando nuestros cuerpos con sus curvas.
Caminar por Chuquiago Marka no es fácil. Es una experiencia de riesgo. Las aceras han sido bombardeadas en alguna guerra ya olvidada. Cuando llueve (siempre llueve en febrero), un adoquín mal encajado es la trampa más peligrosa. La proximidad de los carros y sus bocinas asesinas, la ausencia de pasos de cebra (ahora repintados por hermanos venezolanos), los bloqueos a salto de mata, los altoparlantes de los comercios y las perdidas/invadidas veredas convierten al peatón en un contorsionista, en un funambulista, en un personaje de circo ambulante. Nota mental: el Circo Jumbo — con los payasos “Pocholín”, “Panetón” y “Uculule”— está parqueado estos días en la Ceja de El Alto. Cuando mi “amatxu” llegó desde Bilbao a visitarme hace unos cuantos años, la mayor amenaza era cruzar la plaza San Francisco. Podíamos estar horas esperando el momento adecuado, aguardando un silencio en el bullicio. Con el paso de los días, terminó graduándose de acróbata sin miedo.
La Paz es sinónimo de guerra, de ruidos por doquier, de sirenas de ambulancia atrapada en trancadera. El estrépito no se calla ni con fusil ni con metralla, solo en los cementerios reina el silencio. Bajo caminando por la Kantutani (todos nos hemos olvidado de su verdadero nombre: avenida Bernardino Bilbao Rioja, héroe del Kilómetro Siete) y llego tras trece curvas al Cementerio Jardín. Es un breve retiro alejado del mundanal ruido, es un momento de reposo. Escucho a los mirlos de nuevo como en los largos días del encierro pandémico. El tiempo se ha detenido otra vez. Leo los epitafios, los nombres, las fechas del nacer y del morir. Me acuerdo de los amigos que están bajo la tierra leve. Trepo de regreso a la ciudad agitada, vuelvo a la vida, estoy seguro de que he salido de casa.
Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.
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Matilde, la sembradora de fueguitos
Matilde Casazola pasó cuatro días en La Paz. Recibió un hermoso homenaje del colectivo Nosotras Somos, leyó su poesía, cantó y calentó la fría noche paceña
Matilde extraña su guitarra cuando viaja. Tuvo una duda hace unos días: meter más ropa de abrigo o meterla a ella, de nombre “Estrella”. En la cordillera había caído una nevada, ella se queda en la casa de las rosas, esperando(la). Cuando pasa cerca del Illimani, en el vuelo Sucre-La Paz, el “Tata” está escondido detrás de las nubes y la enigmática niebla. “Debe estar enojadito”, piensa Matilde. De repente, todo se abre. Esa mañana el Illimani deja su enfado a un costado. Matilde está de regreso en la ciudad. “Las montañas nos hablan, solo hay que saber escuchar”, me dice toda convencida.
Matilde Casazola cree que La Paz de antaño tenía más poesía. Camina el centro para reconocer los viejos lugares donde fue feliz de la mano de un viejo amor. Baja con cuidado las empinadas calles y sus resbaladizas gradas. Se cae. No es nada grave. Tratando de mirarlo todo, de captar el último detalle evaporado, rueda para abajo en una cuesta del carajo. Está alojada en San Pedro (“un barrio que todavía conserva su ajayu”); en la casa de una querida amiga que ya partió, la pintora orureña Haydeé Aguilar Fuentes, la que ganaba todos los premios en acuarela en los años setenta.
Matilde aprovechará sus cuatro días en La Paz para encontrarse con amigos y amigas. Hace años que no ve a Emma Junaro. “Ella es la primera que hizo un disco con mis canciones”. La verá el viernes doce por la noche en el concierto del colectivo Nosotras Somos. La escuchará cantar dos de sus más hermosas canciones. Tomará cafecito con Luis Rico, se encontrará con su editor, Marcel Ramírez. Almorzará el sábado con las chicas del homenaje en casa de Sibah, brindará con ellas. No verá a una querida vecina del barrio con la que compartió exilio en Francia, Silvia Peñaloza, otra gran pintora. La próxima será.
La Casazola alista nuevo disco y libro. Sabe que nadie lanza ya canciones en álbum pero reivindica ese antiguo hábito de poner un disco y sentarse a escucharlo, tema por tema. El nuevo trabajo no tiene nombre aún. “Es como bautizar a una wawa, tengo varias alternativas”.
Lo que sí puede adelantar son los títulos de dos canciones inspiradas en mujeres bolivianas: Domitila y Aguerrida mujer (en homenaje a Juana Azurduy). La primera es una cueca. La ha cantado solo una vez. Fue en presencia de la gran Domitila Barrios. “Fue después de tumbar la dictadura de Banzer con su huelga, no me acuerdo donde fue pero estaba Anita Romero. Nunca la grabé, ni siquiera la canté de nuevo. Nunca volví a ver a Domitila”. Estarán también sus primeras canciones que nunca grabó: la zamba Flor de romero y el yaraví Cinco lágrimas.
Matilde se pone nostálgica en esta noche de domingo en la confitería Eli’s del Prado, otro lugar de su ciudad del recuerdo. Se acuerda de los viejos amigos y amigas de la Peña Naira de Pepito Ballón, de Ricardo Pérez Alcalá, de Inés Córdova, de Lorgio Vaca, de Ernesto Cavour, de Violeta Parra y del gran amor de su vida, Gilbert “El Gringo” Favre. De “la Violeta”, recuerda —más de medio siglo después— sus faldas anchas, su rostro libre de maquillaje, su tez morena de brava gitana, su voz profunda. A ratos, cuando escucho a la Matilde (“Pochita”, para los amigos), me parece oir de nuevo a Violeta. Mujeres de fuego, que diría Silvio.
El libro que va a presentar en la feria de agosto en La Paz es el tercer volumen de sus obras completas en poesía, bajo el sello de 3600. Incluye poemarios agotados. Son cinco: La carne de los sueños, Jardín de claroscuros, Moradas transitorias, Las catedrales subterráneas y Estampas, meditaciones, cánticos, este último de prosa poética.
Matilde (aún) escribe a mano. Ya (casi) nadie lo hace. Antes, lo pasaba a máquina de escribir; ahora lo hace a la computadora. Tiene cuadernos gruesos llenos de poesía. Es una vieja costumbre familiar. Su mamá Tula también tenía uno. Matilde lo leía a escondidas; así descubrió la obra del catalán Jacinto Verdaguer. Ha musicalizado uno de sus poemas para el nuevo disco, junto a un soneto de Carlos Murciano, un poeta amigo andaluz/gaditano, vivo aún con sus 91 años.
En la mañana del viernes, en el día del concierto/homenaje, Matilde aprovecha para estar en el hall del Ministerio de Culturas para el lanzamiento del videoclip de Rosario Peredo y las Jatun Waritas del tema de Willy Claure Desde el jardín de la Casazola, grabado parcialmente en su casa de Sucre. Matilde no le dice que no a nadie.
Por la noche, el tributo arranca en el Cine Municipal 6 de Agosto con una interpretación colectiva de Cuento del mundo. En el escenario están las cinco mujeres (solo falta Emma) de Nosotras Somos: Sibah, Tere Morales, Marisol Díaz Vedia, Valeria Milligan (“Imilla”) y Alejandra Pareja.
La primera solista es Marisol. Cantará tres temas: el huayño Anochecer (“Camino del monte yo me iré / la luna allá arriba comienza a brillar, / los cerros azules parecen sonar, / botitas de sombra, gotitas de sol, / yo no te he olvidado, siempre ando con vos”); Si has dado tu corazón; y el bailecito Yo cortaba las flores. Marisol se confiesa: “Matilde ha forjado nuestro camino con su poesía y su ejemplo”. La homenajeada —que viste de negro con una linda chalina sobre su cuello— se levanta para agradecer. Lo hará incontables veces. Perderé la cuenta de las veces que se levanta y se sienta en su butaca de primera fila. Hay huecos vacíos en los asientos reservados a las “autoridades”.
La “Imilla” canta El milagro y La sonrisa de piedra. Sibah, una de las organizadoras, está conmovida y pide que Matilde cuente una anécdota alrededor de ese bailecito llamado El lucero de tu pecho. Ha servido ese tema para parir otro suyo, Fuerza de luz. La octava del tributo es Viento pasajero. Sibah repite esta estrofa: “Ay, cariño engañero, / fuiste viento pasajero, / árbol en sol parece eterno / pero es cierto que hay un invierno”.
La novena es Rosa de tiempo. Sibah se la dedica a su madre Betty, presente en la tocada (y a todas las madres y mujeres). “Pueden sacar pañuelitos”. El instrumental Descanso en el arroyo es ejecutado con maestría por el joven charanguista Álvaro Quisberth. El ensamble dirigido por la pianista Melanie Lagos (con Jocelyn Alarcón en el fagot, Tefa Mariscal en la batería, Andrés Herrera en la guitarra, Víctor Aliaga en el saxofón y el maestro Einar Guillén en el piano) está a la altura del sentido homenaje.
El intermedio sirve para que Matilde suba por primera vez al escenario del 6 de Agosto. Recibe un ramillete de flores. “Estoy feliz, esto es una emoción hermosa para mi obra, para mi poesía. Ustedes son parte de mi canto”. Recita el primer poema, su primer poema que no tiene título, aunque sea conocido como A veces quisiera. Habla Matilde y todos escuchamos: “A veces quisiera perderme en el viento / y que nada quede de mí / pero bajo mi ventana / un hombre silbando que pasa / me corta las alas del sueño. / Y pienso que es bueno quedarse / que soy en la tierra / mejor que volando en el viento / y pienso que puedo dormir en tus campos / que puedo llorar por tu llanto / y bordar cascabeles de lluvia / al tomar la guitarra en mis manos”.
El presidente de los residentes chuquisaqueños en La Paz hace entrega de un reconocimiento. Y Matilde regala otro poema, es su primer poema. Lo dice de memoria. “Me acuerdo de todos los poemas de mi adolescencia. Mi vida ha sido invadida por la poesía, desde niña; es un mundo que me encanta habitar, es un alimento que me acompaña”, me va a decir dos días después tomando un jugo de papaya con brazo gitano en el Eli’s. La señora que la atendía hace medio siglo ya no trabaja en la confitería. Matilde chequeará de reojo a Humphrey Bogart cuando nos vayamos.
Entre el público del homenaje hay viejos amigos (Cergio Prudencio, que también ha musicalizado sus poemas, entre ellos) y espectadores de todas las edades, regiones, gustos musicales y clases. Matilde une a todo el pueblo boliviano. Matilde es Bolivia con sus cuecas, bailecitos, taquiraris, vals y huayñitos. “El mejor pago que una puede recibir es el abrazo de la gente, ver gente llorando con tus canciones”.
Tras el descanso, donde nadie se mueve de su asiento, Alejandra Pareja—joven y talentosa soprano— canta Detrás de la niebla y Quimera. Con Tere Morales sobre las tablas, la temperatura se eleva, afuera hace frío. ¡Qué bueno que Matilde trajo ropa de abrigo! Mi corazón en la ciudad, el taquirari De tu hermosura y La estrella nos ponen a todos a dar palmas con el corazón. “He visto muchos hombres arrastrándose en la senda / cansados de pelear y de esperar / el sol de la justicia y la verdad / he visto muchos hombres abrazados a su sombra / mordiendo amargo pan/ yo le dijera, hermano yérguete / acá tienes mi mano, apóyate”.
Cuando irrumpe Emma Junaro en el escenario, ya estamos todos derretidos de cariño. “Para mí, Matilde es el amor, ese amor audaz y valiente que en su tiempo se atrevió a romper esquemas, a abrir una puerta, por la cual tiempo después me tocó pasar de la mano de Fernando Cabrera y hacer ese disco que mirándolo en la distancia, realmente para ese tiempo, fue un atrevimiento. Matilde es la semilla, el jardín, las flores. Estamos viendo florecer ahora lo que es el trabajo, la verdad y la sinceridad, el amor; no hay otra palabra”, dice la Junaro antes de atacar Tanto te amé”y Como un fueguito. Amor y desamor son las caras de la misma Matilde.
El público que llena el cine/teatro municipal se conmueve con las dos interpretaciones. Guarda un silencio que sobrecoge, algunos filman con sus celulares. Emma Junaro, de impoluto traje largo blanco y lentes, acompaña su voz con la mano izquierda como batuta. Matilde se vuelve a parar y lanza besos.
Entonces las seis mujeres (Emma, Sibah, Alejandra, Marisol, “Imilla” y Tere) junto a Matilde cantan De regreso. Antes Sibah y Tere Morales le han regalado/colocado un lindo poncho color vicuña con reborde tejido de blanco, como ese Illimani que se abrió ante su presencia cuando llegó. Después, Matilde habla emocionada hasta las lágrimas: “Yo creo que tengo el privilegio del sembrador, de ver como va creciendo su trigo, su maíz, su papita. ¡Qué maravilla poder ver mis versos, escuchar estas canciones de cada una de ustedes y de todos estos músicos maravillosos que me han hecho pasar una noche inolvidable junto a todos ustedes! Es un privilegio poder ver crecer estas bellísimas flores y decir: algo había sembrado”, dice nuestra Matilde.
Cuando arrancan los primeros acordes y letras (“Desde lejos yo regreso / ya te tengo en mi mirada / ya contemplo en tu infinito mis montañas recordadas…”), el público se levanta, algunos lloran. Cuando una canción es asumida por la gente, cuando una letra y unos acordes parecen contar tu historia, la tuya, la de muchos, esa canción se vuelve inmortal. Ya no es de Matitlde, es del pueblo. “Yo no logro explicarme con qué cadenas me ata / con qué hierbas me cautivas dulce tierra boliviana”. El “lara laira larara” es entonado por cientos. “Esta canción la llevo siempre en el alma, siempre estaremos regresando a nuestra Bolivia. Muchas gracias a todos”.
Cuando algunos ya huyen hacia sus casas, Matilde no se resiste a bajar y toca La espina, un huayño. Es el colofón perfecto para una noche hermosa de amores y agradecimientos. Matilde toma una guitarra que no es suya (es la de Andrés Herrera), no la afina. La hace suya en unos segundos. Su voz es un portento, su rasgueo intimida. Usa la guitarra como percusión, toca con el alma. Nos canta lo que quiere y lo que no quiere. Nos dice dónde desear escapar. “Ay, palomita viajera, si tuú supieras de mi gran dolor / volando me llevarías hasta donde está mi amor / hasta donde está mi amor”, termina susurrando. El 6 de Agosto se cae, se muere de ternura. Afuera ya no hace tanto frío. Matilde, la sembradora, ha calentado esta noche gélida de mayo con sus fueguitos. Tanto te amamos.
Una exposición fotográfica colectiva, ‘60 disparos’, recorre el Perú para denunciar las últimas masacres. Pasó por Lima, está en Cusco y Arequipa será la próxima estación
Instaurado en 2008, el concurso de dibujo es una iniciativa de la familia del pintor fallecido en 2007. Ha otorgado cerca de 30 mil dólares repartidos en 24 premios a jóvenes artistas.
Uno sale de las tocadas de Piraí Vaca con una doble satisfacción: el gozo/asombro ante el talento/virtuosismo puro del guitarrista cruceño y la sensación mágica de haber aprendido algo de música, de cuerdas, de afinaciones. Y no importa si uno entiende poco, mucho o nada de pentagramas y do/re/mi/fa/sol. Los “shows” del “profe” Piraí son democráticos. Son para todas las personas: para las sibaritas de las guitarras hechas a mano con madera amazónica/boliviana; para las entendidas en púas y uñas; para el fanático rockero o el amante de las cuecas; para las que acuden como imantadas por el carisma del maestro; y/o para las que son maravilladas por primera vez.
El escenario (del Teatro Nuna) tiene tres guitarras, una silla y un atril. El aforo está completo en noche de domingo. Es un público variopinto: veteranos y veteranas (viejos son los trapos); adultos contemporáneos; changos y changas; gentes de acá y gentes de allá. Piraí viste un abrigo negro largo, “jeans” lavados/rotos, camisa negra. Su pelo y su barba de candado bien cuidada han sido hace rato asaltadas por las canas. En la oreja derecha, un arete juega travieso con las luces del local, como un brillante.
Piraí no toca, conversa sus conciertos. Tiene el don de convertir sus actuaciones en noches íntimas de café. Enceguecido por los focos y subido a las tablas, inmediatamente estrecha/acorta esas barreras con charlas “interruptus”. Pareciera que le habla a cada uno de los espectadores. Pareciese que estamos todos y todas sentados en el “living” de su casa.
A ratos toca de pie, a ratos se sienta. De vez en cuando agarra sus lentes. Con la guitarra entre sus brazos, se mueve, se balancea, acompaña el movimiento. Parece que danza. No sé por qué pero me recuerda al personaje de Al Pacino bailando con Donna el tango Por una cabeza de Gardel en Perfume de mujer. Sin mediar palabra, como en un atraco a guitarra armada, arranca con The Scientist de los londinenses Coldplay. Es una canción que habla de desamores, de volver a iniciar la vida, de olvidar los errores cometidos, de la ciencia del amor. No es una casualidad que sea la elegida para iniciar la tocada con la guitarra electroacústica.
PROMOCIÓN. En el estudio de LA RAZÓN, Piraí Vaca fue entrevistado por la directora Claudia Benavente.
Piraí
Piraí “explica” el tema después de tocarlo, después de que todos hayamos sentido la batería, las percusiones, el bajo, el piano, la guitarra en cuatro acordes. Después, nos cuenta que usará a lo largo de las dos horas siguientes, siete u ocho afinaciones. Estrena cuerdas nuevas y tiene miedo que se rompan. La vez anterior que tocó en el Nuna se quebró una y Piraí —ni corto ni perezoso— dijo a la audiencia —siempre cómplice— “¿me esperan un ratingo? Voy al hotel que está acá cerquita y vuelvo”. Y la gente esperó. Y Piraí volvió. El mago tiene cuerda para rato.
El segundo tema también es de Coldplay. Se llama Yellow. Los arreglos también corren a cargo del guitarrista brasileño Daniel Padim. Piraí se confiesa. Sus conciertos son pequeños espacios de confesionario. “Yo sabía de la existencia de Coldplay pero no mucho más. Ahora me he vuelto fan, me gustan mucho sus canciones, tienen cosas hermosas”. Gracias al diamante en bruto de Piraí podemos escuchar a toda la banda inglesa; dan ganas de tararear: “Look at the stars / look how they shine for you / and all the things that you do”. Nadie canta, nadie susurra siquiera. Solo hay aplausos emocionados y algún que otro “bravo” que baja desde las gradas.
Antes del tercer tema, Piraí nos habla de las cuerdas de acero/metal que no resisten tanto como las de nailon. “A veces las cuerdas se vuelven locas y se rompen”. Es la primera vez que imagino la vida y pasión de las cuerdas. Se pueden volver chifladas, se pueden quebrar; son como nosotros. Los primeros reconocibles acordes de Nothing else matters de Metallica nos devuelven a los noventa.
Piraí cambia de guitarra; toma la clásica como Johnny Guitar agarró su fusil. Se coloca sus lentes. Se va a poner seria la cosa. Es el turno de uno de los desafíos de la noche. Es Bohemian Rhapsody de Queen; arreglos de Piraí Vaca. Arranca y se detiene. Algo no ha sonado como debiera. Nadie se ha percatado. Solo él. Piraí es perfeccionista; no por nada se formó en la escuela cubana durante seis años. “Era que la afine”. Y va de nuevo.
El tema de Freddie Mercury es complejo, inusual para ser una canción rockera, se parece más a una rapsodia clásica. Que de una guitarra y media docena de cuerdas pueda salir una ópera de ensueño se hace casi imposible. Es un reto, es el Everest. De esos que encara Piraí durante meses, de esos laberintos/entuertos de los que sale victorioso, con una sonrisa siempre. Podemos escuchar la introducción “a capela” en si bemol, la balada, el solo de guitarra, la parte operística, el “riff” rockero y la coda/final. Podemos degustar, como por arte de magia, la guitarra eléctrica de Brian May, los colores del bajo de John Deacon, la batería de Taylor, los coros.
El solo de guitarra de Bohemian Rhapsody ha sido considerado el vigésimo mejor de todos los tiempos. Es el tercer sencillo más vendido en toda la historia del Reino Unido. “Mama mia, mama mia, mama mia, let me go”. Cuando terminan los seis minutos de ejecución y sus constantes cambios abruptos de estilo, tonalidad y “tempo”, Piraí se para y abre sus alas. Agradece los aplausos, ahora más entusiastas que nunca. Entonces Piraí respira, se desahoga y nos la charla: “Es diabladamente difícil, meter todas las voces, que suenen todas las estructuras y texturas, escribir los arreglos primero y luego poder tocarlos”. La “Rapsodia Bohemia” —Piraí no lo dice— es una canción de redención de un pobre chico. “Nothing really matters to me / any way the wind blows”.
En el Teatro Nuna, una niña del público se dirigió al escenario para regalarle una vaca de peluche
Una vaca de peluche a Piraí Vaca.
Rowdy Cazón y Ricardo Bajo
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Antes del descanso del guerrero, suena Thunderstruck de AC/DC. Es el trueno que coloca el punto final de la primera parte. La interpretación con la guitarra clásica deja a toda la platea “atónita”. Con el “riff” inicial de Angus Young dan ganas de corear y gritar “¡thunder! ¡thunder!”. La guitarra se convierte literalmente en una potente “bata” metalera. Pocos mueven la cabeza.
Cuando termina el mítico tema de los escoceses/australianos, Piraí regala una “Master Class” de arreglos e imaginación; de cómo liberar la mano derecha; de cómo encontrar el “swing”, el “power”; de cómo lograr que el tema no sea una anécdota. “Juego con una ilusión pues hago sonar notas que no están”. A estas alturas todos sabemos que estamos frente a un mago. Uno que inventa pasajes/paisajes. Uno que hace aparecer y desaparecer sonidos, uno que dobla al cantante. Todos escuchamos instrumentos que no existen sobre el escenario. Piraí es un brujo. Y sabe que lo más importante de una canción es su espíritu.
En el vestuario, Piraí rompe una cuerda. Es una réplica del “trueno”. En el intermedio, como en el fútbol, la gente aprovecha para comer y beber. Salen pizzas calientes, se destapan cervezas frías. Pocas, la verdad. La mayoría toma agua y coca-cola.
El segundo “set” arranca tierno con Love of my life de Queen, la melancólica canción de Freddie Mercury para el amor de su vida, Mary. “No conocía ésta de Queen pero ahora que hice el arreglo, son solo cuatro notas, cada día me gusta más”. Piraí nos cuenta un secreto: primero escribe lo que hace el cantante, la melodía; luego el resto.
La séptima de la noche nos lleva de la mano hacia el Hotel California de los Eagles; arreglos de Vaca y del brasileño Lucas Imbiriba. Piraí tiene de nuevo la acústica pegada a su corazón. Usa la guitarra para poder comunicarse sin articular palabra. Se toca los dedos, se cambia las protecciones, pega y despega. Cuando interpreta, pareciera que nada de lo que tiene entre sus dedos le pertenece, ni siquiera sus dedos. Parafraseando al gran B.B. King, Piraí es feliz entre seis cuerdas. Solo tiene un pudor, pudor a cortarse los dedos. Solo tiene una idea entre ceja y ceja, atacar a las cuerdas.
La octava es Phoenix rising del canadiense Calum Graham. Es un malabarismo. Es el Piraí más brutal, más encendido. Es “finger style” puro y duro, como si sus dedos veloces/feroces tocaran un piano. “Cuando interpreto esto, siento renacer, como un ave Fénix”. Como Chavela Vargas, Piraí sabe que el mundo sería un lugar mejor si lo llenásemos de violines y guitarras en vez de tanta metralla.
Cuando comienzan a sonar los primeros acordes de Stairway to Heaven de Led Zeppelin, brotan los aplausos. Antes, el maestro ha dedicado la canción a Ramiro Tarifa. “Es un tema monumental, Ramiro la ponía en el carro durante nuestras giras y me andaba fregando para que la toque pero no estaba convencido hasta que encontré una versión que me gustó”. No es casualidad que sea la última para cerrar la tocada: es la búsqueda de esperanza, sentirse sin brújula y encontrar la vida, la escalera al cielo. No importa lo que diga o deje de decir Robert Plant sobre la confusa letra, Piraí nos guía hacia la emoción.
En el programa de mano aparece Another one bites the dust de Queen. Es un error. Tengo la sensación de que la quería tocar pero algo falta aún. Otra vez será.
Cuando Piraí amaga con retirarse para volver, una niña sube al escenario y le entrega un regalo en una bolsita y una vaca grandota de peluche. “Ahora somos dos vaquitas”, bromea. La platea sonríe.
Entonces llega el turno de las peticiones. Una changa pide una de Coldplay; otros, la de ACDC. No toca ninguna de las dos. Piraí se sale del libreto y se arranca con Munasq’echay de Los Kjarkas. La noche anterior alguien ha pedido esa y ha funcionado. ¿A quién no le apetece que un charanguito se cuele en la fiesta? Luego, para rematar, toca de nuevo Bohemian Rhapsody.
Son las 22.45 de la noche y afuera en la calle no hay nadie, ni siquiera minibuses hay. Piraí sale de entre las cortinas. Espera una larga fila de admiradores y admiradoras, más ellas que ellos. Firma CD y programas de mano. Con cada persona se detiene a conversar, sin prisa, sin pausa. “La última vez que te vi fue en Londres”, le dice Karen. Piraí agradece. Es pura coquetería. Se saca fotos con todos. Charla con la niña que le ha regalado la vaca grandota de peluche. Los hechizos del mago han hecho su efecto. Los conjuros del brujo están ocultos entre las seis cuerdas que descansan sobre el escenario. La liturgia ha terminado.
Matilde Casazola pasó cuatro días en La Paz. Recibió un hermoso homenaje del colectivo Nosotras Somos, leyó su poesía, cantó y calentó la fría noche paceña
Instaurado en 2008, el concurso de dibujo es una iniciativa de la familia del pintor fallecido en 2007. Ha otorgado cerca de 30 mil dólares repartidos en 24 premios a jóvenes artistas.
Los hermanos García Guzmán, Édgar y Juan, son poetas de piedra y arcilla. Son de Llanquera, provincia Nor Carangas, Oruro. Madre y padre vendían coca, eran de Caracollo. Hacen monumentos/ estatuas, fabrican recuerdos (eso quiere decir monumentum en latín). Cuando Héroes de piedra, el documental de Ariel Soto Paz termina, uno de ellos —Édgar— mira a la cámara y dice: “si no me hubiese dedicado a la escultura, en el futuro nadie se acordaría de mí, quiero que mis nietos me recuerden; que sus hijos digan algún día: este monumento lo hizo mi tatarabuelo”.
Héroes de piedra (2019, 74 minutos, música de Nicolás Deluca) ha tenido los dos primeros miércoles de marzo dos pases “clandestinos” en la Cinemateca Boliviana. No lo ha visto casi nadie (suman unos poquitos más gracias al consumo digital en Bolivia Cine, la primera plataforma nacional de difusión de contenido audiovisual). Se estrena tres años después de su recorrido por festivales. ¿Para quién hacemos nuestras películas? ¿Quién y dónde se han visto los tres documentales anteriores de Soto Paz, En tierra de nadie, Días de circo y Quinuera?
Las estrategias de comunicación/publicidad de nuestro cine están fallando y el (apático) público no se entera (o no se quiere enterar). Es la tercera película boliviana que se ha estrenado este año; tras La conquista de las ruinas de Eduardo Gómez (otro docu que también estuvo solo dos miércoles en la Cinemateca) y El visitante de Martín Boulocq. Las tres, con sello cochabambino, por cierto.
¿Qué películas (no) vamos a ver en los próximos años cuando terminen las “réplicas” del Ibermedia abortado y del PIU golondrina? ¿Cuándo vamos a reglamentar la Ley del Cine? ¿Existirá un país si no estrena películas nacionales? ¿Llegará un “PIU dos” antes de las elecciones de 2025, otra vez con motivos electoralistas? ¿Aparecerá entonces la plata que ahora supuestamente no hay?
La obra de Ariel Soto —formado en el City College de San Francisco (California)— viene a (re)confirmar el excelente estado de salud del documental boliviano; un secreto a voces, ¿un pinche espejismo? Héroes de piedra (coproducción argentina con Facundo Escudero Salinas de coguionista) sigue la construcción en Cochabamba de una escultura ecuestre de 35 metros del caudillo/general argentino Facundo Quiroga, el Tigre de los llanos y su posterior traslado a la plaza de Los Caudillos de La Rioja.
Son más de 2.000 kilómetros, es un viaje. Todo monumento es un periplo. Es el desafío más grande de los hermanos García Guzmán. Ya tienen más encargos en Argentina y Brasil. Nadie es profeta en su tierra. Es la excusa perfecta para hablar del arte de los monumentos y sus ricas metáforas sobre el tiempo y el olvido.
Dijo una vez el gran Miguel Ángel que en todas las piedras del mundo hay una estatua dormida; que es suficiente quitar lo que sobra para hallarla. La arcilla y la madera, el mármol granulado y la fibra de vidrio de los hermanos García Guzmán guardan la estatua de un héroe olvidado, su mirada feroz. Encuentran la arcilla que los espera, la pegan a cada parte separada del monumento. Esculpen en el aire. Ven cómo brota una bota, la coz y la crin del animal, el pelo ensortijado del general. Su Facundo Quiroga tendrá la talla y la belleza de una estatua etrusca. ¿Y si los tataranietos de los escultores solo recuerdan el grito/dolor alargado del caballo? ¿Quién se acordará de los indios asesinados por el héroe de la patria? ¿Quién levantará un monumento a los “nadies” que también se esfumaron en el aire?
Cuando el poeta Rimbaud se enteró de que le iban a levantar un monumento dijo que sí con una condición: “que me permitan hacer balas con mi busto de bronce para disparar a los franceses”. Rimbaud, traficante de armas, odiaba la gloria, odiaba la patria. Cuando Facundo Quiroga se enteró de que dos bolivianos alzarían su porte y caballo hacia los vientos riojanos solo puso una condición: “que el día que destruyan mi estatua, las piedras sirvan para lapidar a los que me olvidaron”.
Los hermanos García Guzmán, discípulos de Gustavo Lara y Augusto Rodríguez, vuelven a bailar a su comunidad, vuelven a sus raíces después de entregar el monumento de Facundo Quiroga. Retornan como sombras, con el rostro escondido detrás de una de sus máscaras esculpidas. Atrás han dejado la efigie de la madre muerta en el cementerio “clandestino” de Valle Hermoso. Es el final feliz del viaje. Los hermanos esculpen la memoria, cabalgan el tiempo. Son los antihéroes de esta historia, tan olvidada como el documental boliviano y sus quijotescos hacedores. ¿Qué conjuro necesitaremos para hacer/ver cine boliviano?
Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.
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Mamani Mamani, un niño terrible
Roberto Mamani Mamani es una marca, es orgullo y vanidad. Es un vendedor nato, es color y mito.
Facetas. El artista y su obra. Mamani Mamani con un premio de la ONU (derecha). En un viaje a Berlín (abajo).
Soy un niño terrible que juega con los colores / como una ñusta tejedora que tiñe los mantos sagrados. / Soy un niño con manos pequeñas que juega con el barro / como un amauta con las estrellas / (…) Soy tan terrible que juego con las formas, sin reglas / sin trampas pero tan terrible, tan terrible, que tal / vez a alguna gente no le guste pero aquí estoy” (del poema Soy un niño terrible, soy un niño aymara,Roberto Mamani Mamani).
Roberto tiene diez años y baila en Jaihuayco, uno de los barrios más antiguos de Cochabamba. Estamos a finales de agosto, año del señor de 1972, festividad de San Joaquín, el patrón del barrio, el “santo de los abuelos”. Roberto baila en la entrada de los paceños (su madre y su padre lo son); baila kullawada, la danza de los tejedores aymaras. Su fraternidad se llama “Kullawada Velas de Oro”. La familia vende velas en el Valle Alto. Muchos años después dirá: “para pintar morenada, hay que bailar morenada”.
Su infancia es una mañana en el río Rocha; los sapos no botaban polvo como ahora. Roberto nada en el río y pesca, mientras su madre lava las frazadas. Llevan comida y pasan todo el día. No están lejos de la estancia de Cala Cala que cuidan para el patrón.
Su madre es Antonia Quispe Mamani, nacida en Tiwanaku. Su padre es Ángel Mamani Ventura, de Puerto Acosta. En los sesenta se cambiará el primer apellido: dejará de llamarse Mamani (halcón/águila en aymara) para llamarse Aguilar. El hijo recuperará el apellido en sus cuadros. El abuelo paterno, Carlos Mamani, es uno de los miles de soldados aymaras que lucha en la Guerra del Chaco.
La madre y el padre se escapan porque las familias no están de acuerdo con el ”sirwiñaku”. El primogénito (“soy el fruto de un amor prohibido”) nacerá en Cala Cala (un 6 de diciembre de 1962); tendrá una infancia feliz. Será un “k’acha mozo”. El “niño terrible” vende junto a su padre la papa frita y el maní que hace su madre. “Nunca me voy a morir de hambre”. Nota mental uno: doña Antonia tiene, hasta el día de hoy, un puestito de medias en la calle Uyustus de La Paz. Cuando dice a sus compañeras y a los clientes que su hijo es el famoso Mamani Mamani, nadie le cree.
El niño Roberto va junto al padre de concierto en concierto, “puertea” en las tocadas en Cochabamba del “Rey del bolero ranchero” ( Javier Solís), de Sandro, de Juanito (Calizaya) y Sus Ases del Compás… Muchos años después, escribirá morenadas que cantará el mismísimo David Portillo. Para entonces, es un niño que pinta; usa el carboncillo de la cocina. Y ayuda a la madre a vender medias en el mercado 25 de Mayo, el primer mercado seccional de la Llajta. Con el maní, la papa frita y las medias, logrará estudiar. Nace su única hermana, Angélica.
—¿Por qué no tuviste más hermanos y hermanas, Roberto?
—Alguien le dijo a mi mamá: “hazte ligadura de trompas”.
Una de sus pinturas de desnudos (abajo).
Nota mental dos: en 1969 el cineasta Jorge Sanjinés Aramayo estrenó Yawar Mallku, una firme denuncia contra las campañas de esterilización de mujeres quechuas y aymaras por parte de los Cuerpos de Paz de Estados Unidos creados en 1961 para “promover la paz y la amistad mundial”. Uno de sus programas era de “control de natalidad”. El gobierno progresista de “Jota Jotita” Torres los expulsó de Bolivia en mayo de 1971. En agosto llegó el golpe del coronel Banzer.
Su primer colegio es la Escuela Rosendo Peña, en la Cancha; sus primeros modelos/ retratos serán sus profesores, sus compañeritos. Hace periódicos murales e ilustra los cuadernos de Química. Firma como “Túpac Mamani Quispe”. Sus primeras esculturas son de arcilla, son muñecos, títeres de barro. Jaihuayco es tierra de ladrilleras, la patria chica del gigante Camacho. “Yo también tenía que ser alto, pero me pescó la helada”, dice riendo.
Con 12 años, don Ángel y su hijo parten a Oruro. Viven tres años en la capital del folklore boliviano. Roberto estudia en el famoso Colegio Nacional “Juan Misael Saracho”; será un “perro”, sus colores serán el negro y el rojo; y peleará harto —como manda la tradición— contra los “heladeros” del Colegio Bolívar. Será por siempre un “sarachista”. La ciudad sabe a charquecán; hasta los “rostros asados” llevan máscaras.
Roberto descubre que padece una enfermedad de la piel llamada vitiligo. En sus manos, brazos y espalda aparecen manchas blancas debido a la falta de pigmentación (de melanina). El padre cree que eso se cura con frío y se van a Potosí. “Me blanqueaba como el Michael Jackson pero gratis”. Se queda pensativo y añade: “La naturaleza también pinta sobre mí”. Potosí suena a “k’alampeadas”, a charango rasguñado, a huayños; es una piedra ardiente.
Estará otros tres años bajo el manto del Cerro Rico y la Pachamama. No ha cumplido todavía 18 años y Mamani Mamani es un errante caminando la patria. “En Potosí creen que soy potosino y los orureños se enojan pues creen que soy orureño”. Antes de vivir en La Paz, padre e hijo, en su particular vuelta a Bolivia, viven un tiempito en Sucre. Llegan en camión y se ponen a vender p’asankallas. Como había harto chocolate en la Capital, “inventan” las p’asankallas de chocolate. Todo un éxito. Mamani Mamani es un vendedor nato. Es nuestro artista más “pop”; es una marca, su marca.
El primer hogar en la hoyada está en Chualluma. Es la casa de la abuela materna, doña Juana Mamani, tejedora. Con ella, vuelve a la comunidad, a Tiwanaku. Ella, “awicha” sabia, le dice una frase que será fundamental en la evolución de su obra artística: “Nuestros ancestros usaban los colores fuertes para ahuyentar los temores, los malos espíritus y las tristezas; utilizaban colores vivos para sostener la alegría de la vida, para no quedarse en la oscuridad”.
Roberto aprende rápido esa lección en una ladera/barrio que se llenará de color muchos años después: “es mentira que nuestros tejidos y nuestras cerámicas hayan sido dominadas por grises y oscuros. Nuestra música es para sanar, para agradecer. Y los pigmentos son para dar felicidad, para iluminar”. En La Paz, al joven Mamani Mamani le dicen “come mote”; en Cochabamba, le decían “come chuño”.
(“El paisaje andino está dominado por el ocre en sus diversas tonalidades, pero apenas uno alza la vista al cielo o a los grandes nevados, el azul, color de inmensidades y lejanías, se despliega en tonalidades cálidas que visten el paisaje con todas las posibilidades del arco iris. Al margen de la grisitud de la política o el estallido social, cuyo único color cálido es el de la sangre, Mamani Mamani pinta un río de colores, río de meandros desconcertantes que arrebatan el paisaje andino y tiñen de rubor sus mejillas. A río revuelto, ganancia de colores”, Ramón Rocha Monroy, 2004).
Una obra dedicada al gallero Wálter Chávez (arriba).
Cuando está por decidir qué carrera universitaria va a estudiar, una tía (Mónica) le suelta una de esas frases que marcan: “tú tienes que ser el ejemplo para toda la familia”. Elige Agronomía, por esa relación especial con el campo, con la tierra. Dura un año. Se pasa a Derecho. Tampoco “funca”. A Roberto lo que le gusta es dibujar y leer. “Me destaqué en literatura y filosofía, me encantaba la magia de las narraciones, las tradiciones orales, era la época del Boom, del realismo mágico”. Mamani Mamani ni podía imaginarse entonces que mucho tiempo después se iba a encontrar y charlar con Gabriel García Márquez en La Habana.
Los años ochenta son de militancia política, forma parte del PST (Partido Socialista de los Trabajadores), una (otra) escisión trotskista. “Incluso participé en una huelga de hambre en la universidad, en nuestro partido éramos cuatro o cinco, así que me tocó ir”.
La primera vez que entra a la mítica galería EMUSA (de Norah Claros) es para vender su papa frita, su maní y sus medias. La segunda es para exponer sus dibujos. Su primera muestra (marzo de 1990) es de fotografía: en la Galería Rojo, al 508 de la Belisario Salinas, en Sopocachi. Ha intercambiado con un gringo turista uno de sus cuadros por una cámara Nikon. Hace fotografías en blanco y negro, son desnudos de modelos que ocultan su rostro con máscaras del Carnaval. También retrata la ciudad, sus mercados, sus caseras, sus lavanderas, sus anticucheras, sus lustras. Las Naciones Unidas premian una de sus fotos por el Día Mundial de la Población. Su apodo de entonces es “Loquillo”.
(“A pesar de los altibajos en su obra, hay un hilo conductor que revela su alegría de vivir y nos permite desterrar esa imagen del indio triste y vencido, es como un qillqa kamayuc encargado de relatar lo que pasa en su pueblo”, Édgar Arandia, 2009).
Su primera exposición tiene lugar en el legendario Café Arte y Cultura que funciona en el Colegio Don Bosco, en pleno Prado paceño. “Eran dibujos con poemas revolucionarios, me estás haciendo recuerdo de toda esa época”. Las primeras reacciones del mundillo artístico son de rechazo y ninguneo: Roberto ni venía de la Escuela de Bellas Artes y su visión occidental (siempre ha sido autodidacta) ni formaba parte de esa rosca. En pocas palabras, las suyas: “me odiaban, este no es artista, decían”. De la plaza Humboldt de la zona Sur también lo sacan rajando. Entonces se dice así mismo: “voy a demostrar con mi trabajo”.
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La Cinemateca Boliviana de la calle Pichincha e Indaburo se vuelve su hogar. Se hace socio desde que llega a la ciudad con 18 años. También se apunta a los talleres de crítica de cine del Colegio Don Bosco. Cuando pasea por las calles del casco histórico de la ciudad y sus señoriales construcciones, propiedad antaño de los españoles en la colonia, piensa: “algún día me compraré una de estas casas donde los indios eran esclavos”. Hoy, muchos años después, el Museo Mamani Mamani tiene su sede en la esquina de la Casa de la Cruz Verde, en la calle Jaén, la más linda de La Paz.
Cuando en 1991 gana el primer premio de dibujo en el Salón “Pedro Domingo Murillo”, la famosa rosca se quiere desmayar, “a muchos se les partió el alma”. El presidente de aquel jurado es nada más y nada menos que el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. “De un indio mayor a un indio menor”, me dijo cuando me galardonaron.
La obra ganadora se llama Muertos en combate. Es un homenaje a los tres activistas de la Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ), asesinados por la policía en la calle Abdón Saavedra de Sopocachi durante el desastroso operativo de rescate del empresario Jorge Lonsdale (también muerto). Roberto no lo sabía entonces pero al gerente de la Vascal, subsidiaria de la Coca-Cola y accionista de La Razón, los guerrilleros que lo mantuvieron secuestrado durante seis meses en 1990 le llamaban “Mamani”.
Estamos charlando en “la sala de la felicidad” de su museo de la calle Jaén. Estamos rodeados de sus desnudos sobre papel de periódico. Una señora con sus dos hijas entra y llena el espacio de halagos: “¡qué lindo te quedó el manto del Gran Poder y la Virgen de Sorata, qué preciosura”. Roberto devuelve palabras bellas e invita a las mujeres a comprar alguna postal de la tienda. “Compren y luego vuelven para que se las firme”. Al poco de un rato, regresa una de las hijas. Roberto no solo dedica sino que improvisa un retrato a mano alzada. “Dentro de unos años esta postal valdrá millones”. Se despide de la adolescente como saluda siempre: “Jallalla con toda la fuerza de los Andes”.
La madre y sus dos hijas no han podido prestar atención a la “sala de la felicidad”: los cuadros eróticos de Mamani Mamani son un pequeño “secreto”. Muchos de ellos están recogidos en el libro Entre sapos, whakabolas y algunas k’alanchas (2009). Los desnudos tienen una particularidad: las “k’alanchas” lucen cabezas diminutas con caras vacías, parecen esperar que el espectador las complete; los cuerpos son voluptuosos, parecen llamar a la lujuria. Para Roberto, esas formas, siluetas y curvas son montañas transfiguradas. Es un canto a la fertilidad, a la fecundidad. El erotismo también fue extirpado del mundo andino, como las idolatrías; todo lo que conllevara placer fue castigado y reprimido.
“Mi obra siempre estuvo caracterizada por la madre dadora, por la Pachamama, por las warmis, las tawacos, las imillas, las cholas; por los llokallas, los arcángeles, los pueblos ancestrales sin iglesias ni cruces cristianas, por los falos, los gallos y sus peleas; por el Illimani y los caballos de Tata Santiago; por los sapos como vaginas; por las sandías y los zapallos, por la fiesta, por el color”. Roberto es “naif ”; espiritualidad, abundancia y eros.
(“Acercarse a la obra de Mamami Mamani es atravesar un laberíntico camino que se inicia con la fuerza del color y poco a poco devela el espacio del mito aymara. Dioses y diosas, wawas y madres, vírgenes y arcángeles, pueblos y cerros son las llaves y claves que descubren esta propuesta estética que viniendo desde lo inmaterial se traduce en la maravillosa obra de Roberto, pintor aymara, como no podía ser de otra manera”, Virginia Ayllón, 2009).
Mamani Mamani se autoproclama como el “Príncipe de los aymaras”. Roberto es vanidad y orgullo. Color y mito. Amauta y guerrero. Ha superado los mal llamados atavismos telúricos. Siente una nostalgia sincera por la Arcadia aymara perdida. “No me he casado, ¿qué iban a decir mis ñustas?”. Tiene cuatro hijos (Maya, ingeniera de sistemas; Illampu, artista y cineasta; Illimani, artista; y Amaru, en primero de Psicología). A todos le ha puesto nombres en aymara (“¿por qué mi hijo tiene que ser Maycol? ¿por qué valoramos más lo foráneo que lo nuestro?”). Son los “símbolos vivos” de su legado a la vida. Roberto también pensó un día en cambiarse el nombre; a “Huyuto”, hombre que sabe, que piensa.
(“La fuerza de los colores en las obras de Mamani Mamani refleja el auténtico espíritu combativo de las naciones originarias indígenas del pueblo boliviano”, Evo Morales Ayma, diputado nacional, 2004).
En su tienda/factoría hay para todos los gustos y precios, desde cuadros de gran tamaño hasta bolsos, sombreros, botellas de vino, telas y “souvenirs”. Cuando llegan turistas extranjeros, Roberto les dice en broma: “si no se llevan nada de Mamani Mamani a sus países, en el aeropuerto cuando se quieren volver no les van a dejar salir”.
Se enorgullece especialmente de un hecho que ha podido comprobar: los coleccionistas de “culito blanco” tienen en sus casas obras suyas mientras la empleada baila morenada con una manta de Mamani Mamani. “Cecilio Guzmán de Rojas y Arturo Borda pintaban indios sin ser indios; yo soy un indio que pinta indios”.
Roberto ha expuesto su obra en Europa, Asia y Estados Unidos antes que en el Museo Nacional de Arte. Ha hecho más de 50 muestras en galerías de medio mundo. “Siempre nos han hecho creer que somos pobres, es mentira; somos los más ricos del mundo. Tenemos riqueza de la pura y podemos exportar también el respeto y el agradecimiento por la naturaleza. ¿Quién tiene una Pachamama, un ayni, una tarqueada? Cuando voy a Europa como un plátano a un euro y no sabe a plátano, acá con ese dinero te puedes comprar 25 plátanos que saben y son plátanos. ¿Quiénes son los pobres verdaderamente?”.
Mamani Mamani dice sentirse igualmente cómodo en un hotel de siete estrellas de Japón que comiendo un ají de fideos en los “agachaditos” de la calle Uyustus, cerca del puesto de medias de su madre. “Camino el mundo, lucho, vuelvo a mis raíces, bailo, vendo, sobrevuelo la comunidad como un cóndor al mediodía sobre mis montañas, entro por las tardes a los lugares sagrados como un chachapuma, me divierto por la noche en los prestes; soy un “katari”. Es el ciclo vital de Roberto, el niño terrible, el niño aymara; sin reglas, sin trampas.
TEXTO: Ricardo Bajo
FOTOS: Ricardo Bajo y Archivo Roberto Mamani Mamani
Instaurado en 2008, el concurso de dibujo es una iniciativa de la familia del pintor fallecido en 2007. Ha otorgado cerca de 30 mil dólares repartidos en 24 premios a jóvenes artistas.
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Elvisitante, el cuarto largometraje de Martín Boulocq, arranca con un plano fijo, como lo hacía Eugenia (2018); es una marca de la casa. El personaje principal sube una cuesta; va a tener que trepar toda la película. Y nosotros, con él. Un padre (exalcohólico) sale de la cárcel y quiere comenzar una nueva vida. Lo primero (y único) que desea es recuperar a su hija en manos de su “familia” de pastores evangélicos uruguayos.
La cámara de Boulocq es un personaje más (otra marca de la casa). El cineasta cochabambino la coloca siempre a una respetuosa distancia, salpicada de escasos/primeros planos. El gran personaje es el silencio, los silencios. Fruto de un guion trabajado con el escritor (también cochala) Rodrigo Tico Hasbún, el ascetismo de los diálogos llega para ahondar en una estética particular. Pero lo que no dicen las palabras, lo dice la música. El título de esta crítica suena en los créditos finales en una cumbia cristiana sutilmente premonitoria.
Boulocq eligió primero una voz; esa voz (como instrumento) es la del protagonista, Humberto (Lobito para los cuates); es “el que se gana la vida cantando a los muertitos”. Humberto, cantante de velorios, es el tenor Enrique Aráoz, un actor no profesional (marca de la casa) nacido para hacer el cine de Boulocq/Hasbún. Aráoz —de un parecido con Pavarotti que asusta— compone un personaje convincente, capaz de transmitir todo con sus miradas y sus arias sobrecogedoras.
Aráoz es un “girasol”; resucitará como lo hicieron las flores amarillas en el cortometraje de Boulocq Los girasoles (2015). El Lobo experimenta un viaje interior (otra marca de la casa); atraviesa un bosque inmenso y oscuro hasta llegar a su renacimiento. Y con él, nosotros.
“Los árboles son verdes, la tierra es verde, nosotros somos verdes”. El Lobo quiere que las cosas sean de otro color. Boulocq le deja hacer y no se deja tentar por un final pesimista aunque no tire cohetes como en el happy end de cocina/harina de Los viejos (2011).
Lo que no cambian son las metáforas del universo fílmico del cochabambino: el árbol como conexión a los ancestros, el agua (que me recuerda a su obra de 2007 Estudios sobre movimiento), el viento en forma de turbinas eólicas en medio de la nada. La paleta de color (esta vez saturada en luces y sombras barrocas) es producto del esmerado laburo fotográfico del uruguayo Germán Nocella y la dirección de arte de Andrea Camponovo.
El visitante llega con un perdedor entrañable; uno de esos que tanto nos ha regalado la historia del cine boliviano. Lobito la pelea, Lobito no agacha la cabeza (como le aconseja su abogado de quinta), Lobito apenas habla; Lobito trabaja en silencio, recompone con ternura de hombre grandote la relación rota con la hija; se salva.
El visitante es una película sobre la paternidad, sobre las madres ausentes (la salud mental es otro tema que sobrevuela). Y por supuesto es una obra sobre el rol de las iglesias protestantes en nuestros barrios y comunidades (las imploraciones/rezos se hacen en castellano y quechua en una táctica calculada). El visitante es un ataque perspicaz a la línea de la flotación de la hipocresía religiosa/evangélica, sección “iglesias” cristianas neopentecostales (¡qué nombrecitos, válgame dios!). El verdadero demonio (“el que se mueve por el mundo haciendo que la gente haga cosas feas”) es el antihéroe, el pastor, interpretado por el uruguayo César Troncoso, digno representante de la cantera rioplatense. Te van a excomulgar, Martín.
La película está salpicada de rituales y de guiños cinéfilos a la obra de Boulocq: el que más me gusta es ese auto clásico del cuate que me hace recuerdo al viejo Volkswagen del 69 de la “opera prima” de Martín, Lo más bonito y mis mejores años (2005). La dirección de actores (otra marca de la casa) logra que los diálogos no suenen impostados; brillan las charlas a cargo de la dupla Rodrigo Troy Lizárraga y Juan Pablo Milán, actores fetiche recuperados. Y el papel interpretado por la joven Svet Mena (en el rol de Aleida, la hija/niña madura) sorprende por su naturalidad innata.
Boulocq retrata las dos Cochabambas: la jailona de los condominios privados y la popular sobre las laderas; es una Cochabamba desde las alturas, de noche, alejada de las postales turísticas. Es un grito silencioso con ese clasismo que rima siempre con racismo. Boulocq ha regresado por la puerta grande, llega a su cuarto “largo” en plena madurez creativa, alejado de modas, fiel a sí mismo, despojado de lo autobiográfico; emocionando con historias universales. Su estilo intimista/poético gira en esta ocasión a un cine (aún más) político, ideológico y contestatario; siempre anti-autoritario. Es una voz diáfana en medio de tanto ruido y confusión. Y eso es de agradecer.
Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.