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Imposibilidades

Virtud y fortuna

Los eventos que se generaron en torno a la visita de Diego García Sayán mostraron las grandes dificultades que enfrenta la reforma de la justicia. El problema es básicamente político, sin un mínimo reconocimiento del otro y deseo de escucharle será casi imposible poner en marcha cambios que afecten los intereses de uno de los poderes corporativos más fuertes del país.

Hasta en las expectativas, la confusión de buena parte de los actores políticos y mediáticos fue la tónica a propósito de la misión del relator de Naciones Unidas sobre la independencia de magistrados y abogados. Cada sector se construyó su propia historia, como sucede ya habitualmente, obviamente se la creyó y actuó en consecuencia.

Al final, buena parte de la cuestión derivó en saber a quién el visitante iba a dar la razón en sus alegaciones contradictorias sobre los casos judicializados que agitan al mundo político-partidario. Por supuesto, como se trataba de impresionar a la platea y a un ilustre espectador, se recurrió a todas las artes, incluyendo las dramáticas.

Lo cierto es que, como el aludido intentó varias veces explicar sin que se le diera mayor bola, sus mandatos eran otros y por tanto lo que muchos esperaban de él era excesivo o equivocado. La frustración era casi el desenlace natural de los acontecimientos.

Al final, García Sayán nos recordó los desajustes y abominaciones del sistema que ya sabemos que existen desde hace muchos años y nos animó a que construyamos un acuerdo nacional para resolverlos. Chocolate por la noticia, exclamaría este escribidor. Hay que aclarar que ese fue su criterio preliminar y abreviado, habrá que ver qué dice en su reporte final.

Pero el Relator no tiene la culpa, más bien se le agradece su paciencia frente a los pintorescos espectáculos que unos y otros le aportaron en su agitada visita pre-carnavalera. Lo que debería preocuparnos más bien es que esos eventos ratifican la cuasi imposibilidad de una reforma de la justicia en el corto plazo.

Hablando seriamente, desde hace mucho intuimos que el problema no es solo la sumisión de los operadores judiciales a todo tipo de poderes, políticos y económicos, sino que se han ido transformando en un poder autónomo, en el mal sentido del término, es decir en un grupo corporativo que actúa en su beneficio y para ello pacta con el que debe hacerlo en cada coyuntura y juega hábilmente con las manías y confrontaciones de los políticos con el propósito de evitar los cambios. Para ese poder, la polarización le es funcional.

Frente a esa patología, la única opción de reforma y mejora podría venir de la constitución de una amplia alianza, aunque sea coyuntural, de actores políticos y sociales para proceder a las cirugías y quimioterapias necesarias para al menos delimitar la extensión del mal. Pero, ahí está el drama, mientras los políticos sigan peleándose, sospechando del prójimo, negándose a escuchar al otro y pensando que en algún momento los jueces y fiscales pueden estar de su lado, no hay incentivos para la reforma.

Tampoco resulta práctico el intento de algunos ilustres ciudadanos de proponer transformaciones partiendo de la premisa de que no hay nada que hablar con el oficialismo o el sistema de partidos, que son los que tienen la llave para cualquier nueva política o ajuste constitucional. Uno no sabe si es ingenuidad o una manera de quedar bien sin arriesgarse a la lucha que implica una reforma en serio.

Las grandes cuestiones son, por tanto, políticas: ¿Cómo se puede viabilizar un acuerdo mínimo entre algunos actores relevantes para discutir una reforma? ¿Qué incentivos y garantías mutuas los podrían motivar? ¿Cómo lograr que los políticos entiendan que su confrontación judicializada le está dando más fuerza a los poderes en el interior del sistema judicial que quieren mantener el statu quo?

Las respuestas a esos interrogantes no son fáciles y requieren de un hilado de largo aliento, cuidadoso y posiblemente, en primera instancia, reservado. Ahí quizás sí podrían ayudar misiones como las de García Sayán, aportando elementos que orienten esas gestiones e identificando puntos de entrada para crear incentivos favorables al cambio. Pero, no hay que equivocarse, ese laburo es nacional y será lento y tortuoso. Habría, sin embargo, que empezar por algún lado, urge.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.