Febrero en la memoria
Febrero está cargado de significados. No solamente porque es el mes más corto y en ciertas circunstancias — presente rumbo a pretérito indefinido— implica cierre, clausura, fin. Es Carnaval, enero poco-febrero loco; invasión militar chilena que cercena. En la historia política del siglo XXI estuvo teñido de sangre en 2003 —por eso se denominó “febrero rojo”— y marcado por las urnas en el referéndum constitucional de 2016 —la consigna “respeto del 21F”—.
Ese febrero manchado de rojo marcó el inicio de la debacle del gobierno de Sánchez de Lozada, aunque el desenlace en octubre de 2003 tuvo como causa la pérdida de legitimidad de la “democracia pactada” y el agotamiento del modelo neoliberal. La coalición entre el MNR y el MIR era débil y resultó, además, antiestética. Existen varias interpretaciones sobre lo acontecido en esa trágica jornada pero me gusta resaltar la premonición de Germán Choquehuanca, entonces diputado, que alertó por la caída de un trueno en la estatua de Pedro Domingo Murillo: “Es una mala señal, van a ocurrir hechos terribles en la sede del poder”. Y ocurrieron, pero no por causa de ese fenómeno natural sino por la reacción popular ante un “impuestazo”. Y así, un modelo de gobernabilidad asentado en pactos partidistas y políticas neoliberales llegó a su fin. A partir de diciembre de 2005, los partidos tradicionales fueron barridos por un aluvión electoral que dio mayoría absoluta a Evo Morales en tres elecciones consecutivas y el MAS tuvo capacidad para impulsar su proyecto político y un nuevo modelo estatal, un ensamble de nacionalismo y plurinacionalidad. Sin embargo, esa capacidad de acción hegemónica — cuando un proyecto es capaz de seducir inclusive a sus detractores— empezó a diluirse en febrero de 2016.
No voy a comparar el trueno en la plaza Murillo y la caída de Sánchez de Lozada en 2003 con la derrota del MAS en el referéndum constitucional de 2016 y el golpe de Estado en noviembre de 2019. No, aunque las analogías siempre son tentadoras. Me interesa destacar que, a partir de febrero de 2016, el discurso del MAS se debilitó porque cedió a sus rivales la consigna de la democracia como libertad, pluralismo y estado de derecho; y sus opositores la usaron como antinomia (democracia vs. dictadura) para justificar sus acciones que derivaron en el golpe de Estado y la sucesión presidencial inconstitucional. Es decir, a nombre de la “libertad” atentaron contra la democracia y la sociedad los castigó —pacíficamente— en octubre de 2020 restituyendo la mayoría electoral del MAS. Sin embargo, esa mayoría no es suficiente.
El desafío del MAS es la recuperación de capacidad de acción hegemónica mediante el relanzamiento de su proyecto original (Estado plurinacional con autonomías, democracia intercultural y modelo de desarrollo que combine industrialización y Vivir Bien) y la renovación de sus liderazgos. La primera tarea involucra al Gobierno y exige la revisión e innovación de políticas públicas. La segunda tarea depende del “instrumento político” y eso implica que los protagonistas de la primera fase del “proceso de cambio” (los tres gobiernos de Evo Morales) abandonen la carrera por la — lejana— candidatura presidencial en 2025 y den paso, ahora, a nuevos líderes, hombres y mujeres. El MAS debe encarar ambas tareas si pretende recuperar su aptitud para seducir a la sociedad con una renovada propuesta programática y política, aquella capacidad hegemónica que perdió hace seis febreros por subordinar lo estratégico a lo táctico.
Fernando Mayorga es sociólogo. www.pieb.com bo/blogs/ mayorga/ mayorga.