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Viviendo la crisis permanente

Virtud y fortuna

Creíamos que el tiempo de las crisis se estaba superando, había luz al final del túnel, pero parece que vivimos nomás un retorno en fuerza de lo trágico en la historia. La guerra en Ucrania y sus inciertas derivaciones económicas y geopolíticas mundiales se suman a las dislocaciones que ya produjeron la pandemia y la expansión del malestar con la democracia. Gestionar una incertidumbre radical y persistente parecería ser hoy la principal tarea de la política.

Aunque lejos de nuestro espacio geopolítico más cercano, el violento conflicto ucraniano está introduciendo más desajustes en un escenario global que no se estaba terminando de reponer de la crisis pandémica. Como ya se dijo, el mundo post-COVID no iba a ser igual al que dejamos a inicios de 2020. De eso, ahora ya no hay duda.

A esta hora, nadie sabe cuánto va a durar la guerra y por tanto la inestabilidad de los mercados financieros, el brutal aumento de los precios del petróleo y las materias primas, el estancamiento económico, la recomposición geopolítica de la industria energética o el nuevo tiempo de predominio de los nacionalismos y soberanismos. En suma, todo lleva al debilitamiento, quizás imparable, del orden internacional liberal y de la globalización optimista y racional que hegemonizaron los primeros dos decenios del siglo XXI.

A eso se refiere la idea del retorno de la tragedia al centro de la política, expresión del agotamiento de las certezas, del retorno de la inestabilidad y el azar como datos duros del corto y mediano plazos, y, por tanto, de la inquietante sospecha de que el futuro podría no ser mejor, sino peor. Vivimos el colapso de la razón puramente tecnocrática, el auge de los encantadores de serpientes, de los guerreros, pero también de los políticos realistas.

Para un país pequeño y con recursos limitados, como Bolivia, la noticia no es buena. Guste o no, el orden internacional más o menos multilateral ponía algunos límites a las maneras de los poderosos para imponer sus intereses e ideas. Eso es lo que se está rompiendo o, a lo mejor, quizás ya estaba quebrado desde hace unos buenos años, solo que ahora lo vemos en su plenitud. En el nuevo mundo no hay buenos ni malos absolutos, la moral es relativa, priman intereses que se defienden con la fuerza, alianzas que se hacen y deshacen según la coyuntura, realismo secante.

Habrá pues que buscar cómo navegar entre nuestro deseo de no alinearnos y la necesidad de aprovechar las nuevas configuraciones geopolíticas que están emergiendo para hacer realidad un nuevo ciclo de expansión económica que quizás venga con el litio, las energías renovables, la agricultura y un largo etcétera. Pero eso implica pensar el mundo que nos rodea sin demasiadas ilusiones o rigideces ideológicas. Ser flexibles, en suma.

Paradójicamente, en medio de un mar de dudas, sirve tener cierta idea sobre a dónde se quiere ir y las restricciones que encontraremos en ese camino. Podemos revisar nuestras tácticas, pero algún sentido estratégico debemos tener, sino caeremos nomás en ese vicio nacional del falso afán. Con algo de inteligencia y audacia, el tiempo del desorden no necesariamente será una desgracia, podría ser incluso una oportunidad.

Pero para llegar a ese futuro, primero no hay que morir en el camino, esa es la otra tarea del Gobierno y del liderazgo político nacional: construir el puente que nos permita llegar a no sé qué destino en unos cuatro años sin un colapso financiero, un nuevo conflicto político o un malestar social inmanejable. La tragedia, esta vez boliviana, puede estar a la vuelta de la esquina, como en el fatídico noviembre de 2019. No lo olvidemos, los errores políticos y económicos se pagan caro.

En suma, el riesgo de crisis, interna y/o externa, parece que será nomás el karma del gobierno de Luis Arce. Deberá hacerse cargo, en primer lugar, de que sigamos caminando por el borde de la cornisa sin caernos por un buen tiempo más, esa será quizás su gran tarea histórica. Pero, para que no demos un paso al vacío en medio de alguna pelea polarizada estúpida, de esas que tanto nos gustan, tendrá que hacerse cargo también de nuestras angustias, protegernos, indicarnos, aunque sea ahí lejos, una salida y ojalá convencerse y persuadirnos que juntos podemos llegar más rápido a tierra firme.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.