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ABRELATAS

Soy nieta de dos abuelas eternas, hija de una madre inmensa y hermana de cuatro guerreras. Por eso me emocionó ver a mi hija adolescente marchando entre globos violeta y tambores femeninos, defendiendo su derecho a vivir sin violencia.

Cuando la escucho a ella y a sus amigos de todos los géneros y orientaciones, me entra un solecito de esperanza en el cuerpo. Son una generación lúcida y valiente, alimentada de muchas influencias y abierta a cada nueva idea. No son como nosotros éramos: reprimidos, tímidos, desinformados, retraídos en un mundo tan pequeño que era casi ridículo.

Muchas cosas han cambiado, menos la violencia.

Es inconcebible que las niñas de hoy sigan teniendo que salir a marchar para que no las maltraten, no las violen, no las maten; para que los policías, la prensa, los fiscales no las revictimicen. Para que los jueces no liberen a los poquísimos violadores y feminicidas que se logra encarcelar después de años de retardaciones.

Se dice que Bolivia vive una “ola” de violencia machista, pero es muy difícil saber si en los últimos meses o años se ha agravado un mal endémico en nuestra sociedad, o si simplemente existen ahora más mujeres que no se callan y denuncian. Denunciar es ya un gran avance en la lucha por liberarse de la violencia, y por eso es urgente que los canales de denuncia sean expeditos, sensibles y ofrezcan alternativas reales de protección y apoyo a la víctima. De otro modo, a la salida de la FELCV una ya empieza a enfrentarse con la duda: ¿Cómo va a reaccionar él cuando se entere de la denuncia? En algunos casos la violencia psicológica es más poderosa que la violencia física: ¿Qué van a pensar mis hijos al saber que por “mi culpa” su padre puede ir preso? En otros casos la violencia económica es más efectiva que la violencia física: ¿De qué voy a vivir si él deja de proveer dinero para la subsistencia de mi familia?

Y esas son solo las violencias gigantes, evidentes, estructurales. Quedan miles de otras, más pequeñas, más cotidianas e íntimas, aquellas que ignoramos por costumbre y no porque no duelan.

Duele decirle a mi hija adolescente que si ve un grupo de chicos en la calle se cruce a la acera del frente. Duele la angustia cuando sale sola, cuando se junta con amigos, cuando pide permiso para ir a una fiesta. Duele que el miedo se haya hecho tan cotidiano que ya es un mecanismo de sobrevivencia: ignora las miradas y los piropos desagradables, mira siempre sobre tu hombro. No uses audífonos cuando caminas por la calle. Nunca pierdas de vista tu bebida. Si sientes que alguien te sigue, refúgiate en una tienda. No tomes un taxi. No acudas a la Policía, no vaya a ser que te detenga, te viole y te asesine en una celda. Desconfía del extraño, del vecino, del pariente, del amigo… ¿Cómo advertirle todo esto a tu hija sin quebrar su espíritu y estropearle la esperanza? ¿Cómo lograr que se cuide, pero a la vez mantenga la generosidad, la mente abierta, la mirada limpia?

¿Qué clase de vida es ésta, en que la mitad del género humano tiene como depredador a la otra mitad, y debe cuidarse y defenderse hasta dentro de su propia casa, su propia cama?

Solo espero que esta nueva generación, tan transparente y alada, sea capaz de hacer más que solo marchar cada 8 de marzo para que se acabe (¡de una vez!) la maldita violencia.

Verónica Córdova es cineasta.