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Vladimir, el terrible

Fue el 29 de mayo de 2017, a dos semanas de haber comenzado su quinquenio presidencial que Emmanuel Macron recibió con altos honores protocolares a su homólogo ruso Vladimir Putin, en el suntuoso castillo de Versalles. Entusiasta cultor de la historia, Macron quiso simbolizar el evento recordando parecida visita que 300 años antes realizó Pedro el Grande. No fuimos muchos corresponsales de prensa los escogidos para testimoniar semejante encuentro y todavía menos los que observamos los inusitados detalles ceremoniales, porque luego del diálogo oficial entre los protagonistas, ambos recorrieron la extensa galería de las batallas, de cuyos muros cuelgan enormes cuadros que rememoran los victoriosos combates que libró Francia a través de su historia. Putin miraba con marcado interés tornando la vista a diestra y siniestra, abrumado por ese baño de gloria ajena propiciado por su anfitrión. La pareja pasó a pocos metros de mi vista y pude detectar que ambos tenían la misma estatura (1,70 m). El ruso de musculosa contextura, mirada gélida y paso ágil marchaba al lado del francés, de permanente sonrisa y caminar pausado. Ambos ganaron sus respectivos atriles, para una conferencia de prensa con preguntas de rutina y respuestas consonantes. Al cabo de cinco años —ahora— los dos se enfrentan a propósito de la guerra en Ucrania y la imagen de Putin cubre periódicos, revistas y libros, con comentarios y análisis sobre la personalidad del hombre más diabolizado después de Hitler. Conocida su fulgurante trayectoria pública, los investigadores escudriñan con lupa su vida privada, empezando en su temprana niñez templada por la abyecta miseria de aquella familia numerosa que compartía diminuta vivienda con otra parecida, pasando por las travesuras de ese niño cazador de ratas hasta su juventud al borde de la delincuencia juvenil. Desde entonces se detecta su predilección por la fuerza bruta, su destreza en las artes marciales (que continúa practicándolas) y su fascinación por el mundo del espionaje, que lo condujo a estudiar abogacía para obtener una plaza en la KGB, la temible policía política de la Unión Soviética, donde sirvió con pasión hasta su disolución en 1991. La morbosa curiosidad de sus acuciosos biógrafos señala que su divorcio de Ludmila, luego de 30 años de matrimonio, con dos hijas de por medio, aunque de mutuo consentimiento, aparece en troika, la atlética figura de Alina Kabaeva, la joven gimnasta 30 años menor que él. Septuagenario, quizá ese detalle lo llevó a someterse a un tratamiento de bótox para rejuvenecerse. Ávido lector, absorbió las críticas al sistema económico imperante en la URSS, empezando así su herejía contra el comunismo, para estimular desde el gobierno la formación de esa oligarquía omnipotente, aunque sumisa a sus caprichos. Estudioso de la historia, añoraba las glorias de la gran Rusia y lamentaba la implosión de la URSS, que precipitó el declive de su país arrojándolo a las miasmas de la humillación. Brotó en él la obsesión de remediar esa deplorable situación y para lograr esa meta, hilvanó una arquitectura conspirativa que lo catapultó a la cima del poder total. Su biografía oficial En primera persona, obviamente, no se detiene en el costado subjetivo de su existencia, pero sus acciones militares en Grozni para someter a Chechenia, en Georgia, en Siria, en Crimea y hoy en el Donbás confirman la psicopatía de grandeza personal y nacional. Pese a ello, los últimos ocho años, se malgastaron en la porfía de no negociar un modus vivendi entre los dos países beligerantes, lo que hubiese evitado el horrendo sacrificio de esos pueblos gemelos y — colateralmente— los daños causados al mundo todo.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.