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Más corazón que odio

bajezas

Cabra observa, siempre observa, apenas habla y cuando habla apenas dice: “tengo ensayo”. Tiene una idea metida entre ceja y ceja (ganar el campeonato nacional argentino de malambo); atesora una belleza extraña, recién parida. La madre se debate entre amores tóxicos y un futuro incierto. Al padre biológico le dicen El Corto y acaba de salir del presidio para volver a caer en la tentación. El novio de la madre es odiado a partes iguales. Al Cabra le llueven las “piñas” por todo lado: ora del padrastro, ora del Corto, siempre de la vida. No es bueno con las palabras pero cuando baila —concentrado en su mundo interior— tiembla la tierra, obra el milagro/la magia. Solo entonces sonríe, se concentra, levanta la mirada, sangra. Zapatea ante el espejo en solitario, ante el maestro coreógrafo, ante el público, para que lo escuchen. Zapatea para que vean su negra y hermosa cabellera.

Karnawal—la bella y compleja “opera prima” de Juan Pablo Félix— es una road movie desafiante con familia en descomposición, con dos machos alfa en disputa. Es un viaje a ninguna parte. Es un coming of age (historia de crecimiento) apasionante con crisis de identidad/choque de generaciones de por medio, marcada con el ritmo propio del malambo varonil y andrógino. El baile es libertad y fuga, es refugio y pasadizo claroscuro hacia un nuevo mundo, lejos de la locura violenta de sus mayores. El malambo es un frenesí endiablado/intenso, contrapunto de todos los silencios, respuesta a todos los golpes.

Karnawal es también un thriller ascético con escenas de acción trepidantes, atravesado por las divinidades de un extraño carnaval con pepinos y diablos, con baile y multitud en sudor, dispuestos todos a enterrar la inocencia de un joven en búsqueda de su camino. En la fiesta de la carne (un “no lugar” donde los bolivianos —como mixtura— parecen argentinos y los argentinos, bolivianos) suenan los bombos y las trompetas, bailan la masa y reina el bullicio para que los personajes se disfracen de una felicidad efímera, de una alegría pasajera para pronto volver al infierno de cada día.

La película —actualmente en la cartelera de nuestro país— arranca en el lado boliviano de una frontera que ya no es la de antes aunque la discriminación sea la de siempre. Cabra (un actor de Salta debutante llamado Martín López Lacci, malambista de profesión) ha metido de contrabando una pistola para comprarse unas botas de cuero hechas para caminar y bailar, como cantaría Nancy Sinatra. Pronto va a volver al pueblo (Abra Pampa), pronto se va a topar con el trío de adultos que se comportan como changos, incapaces de crecer/aprender, pronto va a poner más corazón que odio.

Premiada en festivales como Málaga (España), Guadalajara (México) y Toronto (Canadá), la película de Félix —mal comparada con la tierna Billy Elliot— se acopla dentro de una nueva manera de hacer en las cinematografías de América Latina: la ficción con el sello del documental; con un ojo puesto en la fuerza de las imágenes y otro en el rescate de nuestras culturas (comunes a un lado y al otro de Villazón y La Quiaca), borrando las líneas de todas las fronteras.

Karnawal es una película de gestos y de personajes con gran dirección de actores y hermosa fotografía a cargo de un Ramiro Civita que nunca cae en el abuso esteticista. El padre es un delincuente seductor de pelo largo y gris, tan fácil de amar como de odiar, a ratos encantador, a ratos violento. Es el actor chileno Alfredo Castro, tremendamente versátil en papeles cómicos, oscuros y/o extremos. Mónica Lairana, actriz argentina de ascendencia boliviana, es Rosario, la madre atormentada/atrapada entre dos amores/dolores. Lairana compone el papel con profundidad psicológica ora con frases minúsculas, ora con miradas/gestos/silencios en mayúsculas. Diego Cremonesi es Eusebio, el padrastro ninguneado, el policía severo, contenido como la propia película.

Karnawal—filme argentino con coproducción boliviana al mando de Gerardo Guerra— es finalmente un western fronterizo/estepario. Es un descubrimiento, es una esperanza sin final feliz. No tiene mensaje políticamente correcto: el padre —en la última escena— se va como se alejaba Ethan, el personaje de John Wayne en The searchers de John Ford. Mientras lo hace, el hijo rebelde baila como nunca y grita en silencio como siempre. Los grandes paisajes/ planos angulares de Monument Valley han dejado paso a los cerros lejanos, a las carreteras perdidas de Jujuy, a las paradas desiertas donde los personajes se hacen aún más pequeños, más hormigas. Es la poesía intransferible del nuevo cine latinoamericano.

Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique.Twitter: @RicardoBajo.