Cómo duele ser cineasta
El título es un homenaje a la película Cómo duele ser pueblo, filmada por el maestro Hugo Roncal y que recién pudo ser estrenada esta semana en celebración por el Día del Cine Boliviano.
Don Hugo, uno de los documentalistas más grandes que ha dado el país, produjo esta su primera y única película de ficción con enorme esfuerzo, dolor y sacrificio; los mismos esfuerzos y sacrificios que Juan Pablo Ávila realiza para sacar adelante el Festival de Cine Diablo de Oro, que se celebra en Oruro y fue el espacio donde se estrenó la película de don Hugo.
Y es que ser cineasta, gestor audiovisual y hasta cinéfilo es en Bolivia muy doloroso. Don Hugo filmó con sus estudiantes del Taller de Cine de la UMSA a principios de los años 80, pero nunca logró editar su película. En su lecho de muerte, hizo que sus hijas le prometieran finalizar la obra que dejaba inconclusa. Las hijas, que no son cineastas, perseveraron hasta conseguir que Fernando Vargas aplicara a esta obra la metodología y experticia que obtuvo al reconstruir otra obra perdida del cine boliviano: Wara Wara (José María Velasco Maidana, 1930).
Cómo duele ser pueblo se concluyó gracias al Proyecto de Intervenciones Urbanas, una de las pocas iniciativas de gran envergadura en fomento a la cultura que hubo en Bolivia —y fue truncada por el golpe de Estado y el gobierno de facto. A pesar de ello, varias de las películas nacionales que están empezando a estrenarse se beneficiaron de esta iniciativa, que ya no existe a pesar de su importancia.
No ha sido fácil que se cumpla el sueño de don Hugo de que su película se vea en la gran pantalla: pocas salas de cine o empresas distribuidoras se animan a exhibir una cinta clásica, sin superhéroes ni gran factura técnica. Asumen que esas carencias llevarán automáticamente a otra ausencia: la del público deseoso de verla.
Y es que, si era duro para don Hugo ser cineasta, hoy es todavía más doloroso para quienes tenemos la osadía de serlo en un país como Bolivia. Mientras en nuestras ciudades se multiplican las salas de cine, es cada vez más difícil encontrar audiencia para nuestras historias. Si bien cada persona ve hoy más contenido audiovisual que nunca antes en la historia, cada vez menos se accede a este material en la gran pantalla. La televisión, la computadora y el celular son ahora los espacios donde se consumen imágenes en movimiento —y son justamente los espacios donde las películas bolivianas solo acceden en forma gratuita o pirateadas.
La Ley de Cine, aprobada en 2018 después de años de lucha, no se aplica por falta de reglamento. Hace tiempo que no accedemos al financiamiento iberoamericano a la producción de Ibermedia, porque Bolivia no ha pagado la contraparte comprometida. El fondo de fomento de la Agencia de Desarrollo del Cine se lanzó en 2020, pero nunca anunciaron resultados. El pequeño fondo que otorgaba el municipio de La Paz no cumplió con sus beneficiarios en 2021, recién ahora después de mucho pataleo algunos proyectos están cobrando a cuentagotas, mientras que hay proyectos de 2020 que todavía siguen impagos.
Todo este rosario de dolores, justo en un momento en que la soberanía audiovisual es más importante que nunca: para representarnos a nosotros mismos, para plantear con qué modelos se van a identificar nuestros hijos. Para tener derecho a decidir qué vemos y qué mostramos de nosotros al mundo.
El cine es un arte fundamental en la batalla por la identidad propia. Y sí: es muy costoso tener cine boliviano. Pero es todavía más costoso para el país no tenerlo.
Verónica Córdova es cineasta.