La guerra sin fin
Hace casi 10 años —en septiembre de 2012— llegué a Kiev, invitado por la Continental University, para dictar un ciclo de conferencias sobre la actualidad internacional del momento. Eran días de alta tensión para el presidente Viktor Yanukóvich, que tenía encarcelada a su más ardiente opositora, la carismática Ioulia Timochenko. Recuerdo que mis esfuerzos fueron inútiles para poder visitarla, no obstante que su celda se hallaba en pleno centro de la ciudad. El eléctrico combate político se centraba en los mismos ejes mentados antes de la guerra, que separaban a los bandos partidarios: denuncias mutuas de corrupción y los supuestos vínculos de algunos con los dictámenes de Moscú. Desde entonces pude percibir una relación amor-odio entre los dos países panrusos. Comenzando por la lengua rusa hablada casi como una modalidad bilingüe alternando con el ucraniano, por buena parte de la población, pasando por las influyentes iglesias ortodoxas, una sumisa al patriarca Bartolomé de Constantinopla y la otra aliada a Cirilo I de Moscú.
Ante la implosión de la Unión Soviética, un rosario de repúblicas satélites se alinearon con la Occidente, inclusive suscribiendo el tratado de asistencia recíproca que es la raison d’etre de la OTAN, pacto militar al que Ucrania no se adhirió, columpiando en el fiel de la balanza que se inclinaba por ambos mundos. El presidente Vladimir Putin (70), desde entonces se empeñó en hacer gravitar al gobierno de Kiev hacia su campo, primero patrocinando a políticos amigos y luego interviniendo abiertamente en los medios, por ejemplo sosteniendo aquel canal de televisión filo-ruso propiedad de algún compadre oligarca. Eran épocas en que el joven comediante Volodimir Zelenski (44) iniciaba su carrera de popularidad en esas redes televisivas.
En 2014, la revuelta popular de Maiden destronó al entonces mandatario, cabalgando en el hastío de la ciudadanía con la clase corrupta que mandaba en el país. Momento propicio para fabricar un “hombre providencial” que resultó ser Zelenski y que arrasó en las subsiguientes elecciones. Corolario de la innegable aspiración de la mayor parte de los ucranianos por pertenecer a la Unión Europea, para alcanzar un mayor nivel de vida y observar valores que pregona esa comunidad. Pero Zelenski, a mi modo de ver, exageró su pleitesía tanto con Bruselas como con Washington. Recuérdese su comedida visita a Donald Trump, ocasión que aprovechó el republicano para intrigar sobre un supuesto negociado de Hunter, hijo de su contrincante demócrata Joe Biden. Zelenski estaba presto a todo. Y como una madona casquivana dejó de lado su romance con Moscú para entregarse de lleno a sus pretendientes occidentales. Putin, cuyos hilos de inteligencia militar son finos y extensos, sospechó una alianza contra-natura de su ingrato vecino que comprometía seriamente la seguridad nacional de Rusia. Fue cuando germinó en el autócrata la idea de aplastar militarmente a Ucrania. La operación de reconquista debutó con la anexión pura y simple de Crimea al patrimonio moscovita, continuó con soliviantar el separatismo de Donetsk y Luhansk, para finalmente organizar su expedición bélica que inicialmente solo comprendería la consolidación de los territorios ya conquistados, pero la codicia pudo más y las fuerzas rusas avanzaron en operaciones relámpago hasta encontrarse con la feroz resistencia popular aupada por Occidente con fuertes ayudas financieras y armamento moderno. Europeos y americanos dieron todo, menos soldados ni aviones. “Nosotros ponemos la plata y las armas y ustedes ponen los muertos” sería la fórmula siniestra. Un negocio inhumano donde Zelenski sacó la mejor tajada. Hábilmente, ganó la guerra informativa a nivel mundial, sus reconocidas dotes de actor cómico esta vez se trocaron en actor trágico, desde su vestimenta guerrera hasta la modulación de su voz fueron factores positivos para recaudar dinero y material bélico. Esta guerra sin fin tiene ya un ganador: Volodimir Zelenski, quien, si alguna vez termina la contienda, tendrá un suculento contrato en Hollywood, donde representará su propio rol de héroe de la película atacado por el villano. Esta fue y es una lucha entre titanes megalómanos, en la que la paz está lejos y los miles de muertos poco importan.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.