Ni superhéroe, ni simplón
Se presentaron 198 postulantes para el cargo de Defensor del Pueblo. ¿Cuántos de los aspirantes calibraron lo que realmente significa desempeñar ese cargo? Para ejercer la defensa del pueblo hace falta grandeza humana, historia de vida en la defensa de los derechos de las personas, dignidad probada, valentía al momento de afrontar a quienes dicen tener razón, cuando en realidad lo que tienen es poder para pisotear al otro, para aplastarlo o para servirse de él. La labor implica hacerle frente a la burocracia estatal que suele enredar cualquier simple procedimiento en un trámite interminable, significa desenmascarar a los arrimados al poder que se menean sin escrúpulos al ritmo que mejor conviene a sus intereses, aunque eso implique corromper o liquidar los derechos de los otros. ¿Quién de todos los que se presentaron puede reclamar el puesto después de sopesar esa responsabilidad?
Ejercer la defensoría del pueblo requiere ir más allá del tecnicismo de recibir una denuncia y derivarla a quien corresponda el turno de acumular documentos en su escritorio para terminar declarando sentirse absolutamente abrumado con tanto trabajo, con tanta queja. El verdadero defensor sondea todos los días lo que está pasando en las calles, que es donde transcurre la realidad. Huele, siente, percibe claramente dónde se están vulnerando los derechos, entonces indaga, habla con la gente, la busca, sabe escuchar, tiene atentos los cinco sentidos.
Quien vulnera los derechos de los otros cuenta con el silencio de sus víctimas y también cuenta con el silencio y la pasividad de todos los actores que están alrededor, por eso el defensor tiene que animar a hablar, a actuar en la protección de las víctimas y sobre todo en la búsqueda de la reparación del daño, porque reparar debe ser la mejor forma de devolver la dignidad a quien ha padecido una injusticia y el modo más eficiente de escarmentar y corregir a los culpables.
Ser Defensor del Pueblo implica enfrentar al poder, cuestionarlo en sus manejos arbitrarios, pero también en su inacción, o en su ausencia como Estado, en su debilidad para ejercer el derecho o en su letargo a la hora de resolver problemas.
Otra gran tarea del Defensor del Pueblo es la de formar a los ciudadanos en una cultura del buen trato, del respeto a los otros y su entorno, al conocimiento y ejercicio pleno tanto de sus derechos como de sus deberes. La función de educación ciudadana también le sirve a la Defensoría para retroalimentarse de la calle, para mantener su apego al vivir cotidiano de la gente común a la que ha jurado defender.
Contrariamente a todo lo expuesto, quien ocupe el cargo de Defensor del Pueblo no debe ser un superhéroe, más bien debe ser alguien simple (no simplón), con buen termómetro social, dispuesto a escuchar y enfrentar al poder cuando sea necesario, equilibrado pero implacable ante la injusticia y decidido a lograr que todo daño sea reparado. En resumidas cuentas, un ser humano dispuesto a servir.
Lucía Sauma es periodista.