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Drogas

HUMO Y CENIZAS

A veces me pregunto cómo sería la eucaristía si la sangre de Jesús fuera limonada. Seguramente habría tantos católicos en el mundo como mormones en Bolivia, y eso si en serio creemos que ninguno de ellos tuvo alguna vez una resaca.

Ahora imaginen la vida sin café, té, chocolate o cigarrillos. Sería posible, sí, pero no muy placentera. Hay algo muy humano acerca de estar ebrio, y eso es porque el consumo de drogas es casi consustancial a la condición de nuestra especie, sea recreativo, ritual o medicinal.

Y, sin embargo, no son pocos los que han tratado de suprimir aquello que hasta las cabras de monte hacen. A principios del siglo XX, círculos conservadores en los Estados Unidos lograron lo imposible y decretaron que las palomas no vuelen y los peces no naden con el Acta Volstead, que hizo ilegal el consumo de alcohol.

La prohibición no logró reducir el número de borrachos en las calles, pero sí multiplicó las ganancias de matones callejeros, que lograron levantar imperios sobre el comercio ilegal de ron y otras bebidas fuertes, que eran más lucrativas justamente por ser ilegales.

El contrabando etílico era, al mismo tiempo, un negocio híper competitivo, como lo es hoy el narcotráfico, donde solo triunfaban los más fuertes. Las calles se inundaron de sangre, con pocos ganadores como los gángsters Enoch Thomson o Al Capone…, HBO tiene una serie.

La lección acá es la siguiente: la clasificación de una sustancia psicoactiva como legal o ilegal no responde a parámetros científicos sino a criterios muy arbitrarios.

Tan arbitrarios que la cocaína era totalmente legal hasta bien entrada la Segunda Guerra Mundial, al punto que Alemania tenía cultivos de hoja de coca en el sudeste asiático. La derrota de los países del eje selló también el destino de sus drogas predilectas y no fue hasta finales de la década de los 50 que la cocaína volvió a emerger con fuerza en el mundo.

¿Y a quiénes benefició su comercialización? La Revolución Cubana provocó un éxodo de mafiosos hacia los EEUU, que incursionaron rápidamente en este negocio, cuyo epicentro estaba justamente en las calles de California. Luego fueron desplazados por cárteles colombianos y mexicanos, impulsados por el éxito de Pablo Escobar, el héroe de Luis Fernando Camacho.

Y a medida que el gobierno estadounidense intensificaba su política antinarcóticos, más cara se hacía la cocaína y más violento se tornaba su mercado. A inicios de los años 80, Reagan declara la Guerra contra las Drogas, al mismo tiempo que financia su lucha contra el comunismo internacional con las ganancias de la venta de crack y cocaína en los barrios negros y pobres del noreste. ¿Necesito subrayar la hipocresía?

Con esto no quiero insinuar que el consumo de drogas (cualquier droga) sea bueno o no sea un problema. Lo es, sin duda, como todo exceso, pero la cuestión está en el enfoque con el que se lo aborda.

El punitivo ha demostrado ser excelente para los negocios, pero terrible para la gente. No solo fracasó en reducir el número de drogadictos en el mundo, sino que hizo posible, en gran medida, la violencia extrema que hoy afecta a México y a Colombia, además de la represión criminal que tuvo que enfrentar el movimiento cocalero en Bolivia. El sanitario, por otro lado, ha logrado maravillas en países como Portugal, que han dejado de tratar a los narcodependientes como homicidas, sino como enfermos que necesitan ayuda y no tiros.

La adicción es una enfermedad, no un delito. La guerra contra las drogas es una mentira, una estrategia de negocios.

Carlos Moldiz es politólogo.