Camacho y Costas, el poder de destrucción
Rubén Atahuichi
Imagen: La Razón
Luis Fernando Camacho está por encima de la ley, por encima de los suyos y por encima de la historia reciente; catapultado en 2019 gracias a su estruendosa irrupción en la política, al punto de romper con todo con tal de cumplir su propósito en un país que entonces soportaba cualquier extremo, desde la sediciosa invocatoria a las Fuerzas Armadas, su compromiso de cumplir las demandas de la Policía en el “próximo” gobierno, su sugerencia de sucesión a una decana del Tribunal Supremo de Justicia, su ímpetu por la renuncia de Evo Morales, la conformación de una “junta de notables”, su ingreso autoritario al Palacio Quemado o su acuerdo con un minero para “tumbar” al Presidente a plan de dinamitazos.
Consiguió fuerza política gracias a un discurso confrontacionista y su verborragia a nombre de la democracia, que dejaron a su merced a otros cuadros políticos que habrían querido ser él para socavar al poder y ganar terreno con miras a futuras contiendas. No hay que olvidar cómo Carlos Mesa y Jorge Quiroga quisieron alimentarse de su incipiente liderazgo cuando lo buscaron en el aeropuerto de El Alto, en uno de sus intentos por llegar a La Paz. Ni menos olvidar cómo Jeanine Áñez se apoyó en él para conformar su gobierno luego de su cuestionada proclamación.
Hasta el entonces poderoso gobernador cruceño, Rubén Costas, se rindió a sus pies para cederle espacio con tal de hacerle frente a otro poderoso aunque alicaído Evo Morales, cuestionado por su repostulación y los resultados de las elecciones generales de ese año.
Se convirtió en el divo de la oposición al gobierno del MAS. De la nada, las cámaras se volcaron hacia él y los medios de comunicación incluso habían menospreciado a Mesa, que había ganado protagonismo al lidiar con Morales en los comicios de entonces.
Hasta en el gobierno de Áñez ganó un poder fáctico, puso a sus hombres de confianza en el gabinete e intentó copar espacios en Entel o Impuestos Internos.
Con esos antecedentes, rápidamente se creyó presidenciable y se convirtió en el outsider de las elecciones generales de 2020. Apenas logró el 14% de la votación, pero suficiente para instalar a su alianza, Creemos, en la arena política nacional.
Y así, luego de su derrota estrepitosa, apuntó al liderazgo regional. Impuso sus condiciones y, “para no dispersar el voto”, consiguió que el partido de Costas, Demócratas, le cediera la posibilidad de ser elegido gobernador, como único candidato regional, para evitar la instalación real del MAS en Santa Cruz.
De salida, Costas tuvo que resignar la eventual continuidad de Demócratas en la Gobernación, incluso en desmedro de importantes cuadros como Vladimir Peña, Tomás Monasterio u Óscar Ortiz, que abandonaron la sigla.
Ahora, Camacho está empeñado en avanzar más allá. Se quitó del camino a Demócratas y va por enterrar políticamente a Costas y también la gestión regional precedente. “Ya las armas están apuntadas y definidas para matarme civilmente como es el mandato de este señor, que no queden cenizas de Rubén Costas ni de Demócratas”, denunció el exgobernador.
Camacho denunció a Costas y a Roly Aguilera, otrora candidato de Demócratas a la Alcaldía de Santa Cruz, de desviar fondos públicos para la campaña electoral de 2021. Ambos, además del concejal Manuel Saavedra, ya fueron imputados por el Ministerio Público en el caso llamado Publicidad “fantasma”.
Para rematar, tildó a Costas del “colmo de la sinvergüenzura”, calificó a su gestión de corrupta, dijo que entregó la autonomía y a los autonomistas. “Nos vendieron por más de una década”, vociferó el jefe de Creemos.
En esa situación, el liderazgo regional hace aguas y el poder político de Camacho se hace endeble. Más allá de que quiera luchar contra la corrupción, su discurso puede jugarle una dura pasada. Costas tiene aún un nicho nostálgico que cree en él, pero Camacho ha mostrado que no es un angelito; basta con escudriñar sus acciones —el Decreto 373 y su inasistencia consecutiva a una convocatoria legislativa son una muestra de su carácter egocentrista y autoritario— y suponer que al final no terminará bien su poder.
Se está destruyendo y está destruyendo la credibilidad política de una región, que alguna vez estuvo a punto de irradiarse al país. Un rey chiquito está minando a Santa Cruz. Es el poder de la destrucción, para bien.
Rubén Atahuichi es periodista.