Icono del sitio La Razón

Policías (y) ladrones

La A amante

En mi infancia, una prima mayor me contaba que su papá le traía pedazos de nube del cielo cuando viajaba. Y en efecto, vi y hasta degusté un pedacito de nube celeste que se derretía dulce en nuestras bocas. Qué ventaja tener un papá piloto. Eran los maravillosos años del Lloyd Aéreo Boliviano. Eran los tiempos en los que para las niñas que éramos, los policías eran los buenos, atrapaban ladrones, nos daban seguridad y nos ayudaban a cruzar las calles. Bien uniformados, armados para luchar contra el mal, solo les faltaba el batimóvil. Con la amiguita del barrio jugábamos a ser policías investigadoras con los cuadernos minúsculos que nos compraban de las Alasitas. Sin embargo, los juegos y la inocencia no son eternos. Más pronto que tarde me explicaron que mi tío Emilio compraba algodón dulce al bajar del aeropuerto después de sus vuelos y que los policías forman parte de una de las instituciones más corruptas del país. Ni nubes con azúcar ni policías confiables.

La corrupción de la Policía Boliviana ha dejado abundante material para los registros de las hemerotecas, para la literatura, para la televisión, para el cine… El 28 de julio de 1961, en la localidad de Calamarca, se produjo un atraco de Bs 2.800 millones, remesas de la Corporación Minera de Bolivia que estaban siendo trasladadas para el pago de los salarios de los trabajadores de las la minas Catavi y Siglo XX. El vehículo fue interceptado y empleados de Comibol fueron asesinados. Un año después se supo tras investigaciones que entre los principales autores desfilaba un par de policías. La historia inspiró años después al cineasta Paolo Agazzi y pudimos revivir la historia en El Atraco. En 2001 se produjo un episodio similar en la avenida Kantutani de La Paz alrededor de las siete de la mañana: otra remesa de más de medio millón de dólares fue el objetivo de los atracadores que en su operativo asesinaron a tres personas. ¿Y adivine qué? Los planificadores también llevaban uniformes de la Policía: el coronel Blas Valencia, el oficial Freddy Cáceres. Los ayudó un exmilitar peruano, además de civiles. Si recordamos bien, podemos sumar relatos de la vida real para armar por lo menos tres ciclos de una serie que bien podría titular Policías ladrones (no me olvidé de la y). Y si recopilamos de la prensa las historias que incluyan los abusos de los uniformados verde olivo cobrando coimas por infracciones de tránsito o cometiendo feminicidios o ejecutando golpizas gratuitas a jóvenes en zonas alejadas o violando mujeres que caen en celdas policiales o haciendo toques impúdicos cuando no torturando en sus operativos después de haberse amotinado en el tiempo poselectoral de 2019, tendríamos guion para una telenovela mexicana.

El problema no es para los directores de cine ni para los escritores. Menos para los periodistas. El problemón es para una sociedad a la que se le demostró en blanco y negro y a colores que su Policía es de terror. El problemón es para los ministros de Gobierno que están lejos de la ecuación del control del delito en todas sus ramas dentro de esta institución. El problema es que pocos saben leer el problema y menos los que tienen un esquema de solución. Por ahora, cero los que se atreven a pegarle a la piñata uniformada.

El reportaje periodístico que acompañó el seguimiento por parte de Hugo Bustos Alderete (de Búsqueda de Vehículos Robados) a un vehículo secuestrado en Chile y encontrado al final, bien tapadito, en el rincón del patio del excomandante de la Policía Fronteriza, coronel Raúl Cabezas, revela con absoluta claridad cómo autoridades del orden están en el núcleo del delito. Bustos llama por teléfono celular al policía y le explica que sigue las pistas de un vehículo robado y que lo detectaron en su casa. Poco después se saca el auto del garaje y se lo deja abandonado en la calle. Ese vehículo lo único que vehiculó en esta semana fue una infinita vergüenza para la Policía y para Bolivia. Una verdadera red de corrupción destapada que hará rodar cabezas (si se confirman las culpabilidades); la de Cabezas y otras cabezas más. La mala noticia es que la cabeza que en verdad cuenta, la del gigantesco gusano de la corrupción y del abuso policial está lejos de nuestro alcance. La cabeza de este bicho está bajo tierra, tan adentro que nadie le puede poner un cascabel, como al gato. Este gusano se alimenta de la obscuridad, de la impotencia de los gobiernos de turno, de la impunidad, de la pérdida del jisk´ajayu, donde anida la fuerza y valentía. Salir de este hueco profundo y negro está verde. Verde olivo.

Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.