Hace poco, a la mitad de la cena de un jueves reciente, mi hija de 13 años, Sasha, nos hizo una pregunta a mi esposa y a mí: ¿puedo faltar a la escuela mañana? Pude comprender por qué quería un descanso. Sin embargo, como era de esperarse, la respuesta fue “no”. Pero también le ofrecí un consejo no solicitado: la próxima vez que quieras faltar a la escuela, no les cuentes a tus padres. Solo vete. ¡Al diablo con pedir permiso! De eso se trata ser adolescente: de hacerte una vida privada debajo de las narices de las figuras de autoridad que te rodean.

No obstante, cuando observo el paisaje cultural más amplio, me siento aislado en mi permisividad. Los padres —o al menos los padres que parecen obtener la atención de los medios— se escandalizan por cualquier cosa que ven, leen y hacen sus hijos. Lo que está en juego aquí son dos concepciones fundamentalmente distintas sobre la responsabilidad de los padres con sus hijos, con el mismo objetivo final: ¿les ofreces a tus hijos una amplia exposición al mundo, con toda su belleza y crudeza, con la esperanza de que tomen buenas decisiones? ¿O intentas protegerlos de las ideas y actividades que consideras peligrosas o inmorales… con la misma esperanza de que tomen buenas decisiones? Sin duda, ambos enfoques involucran un salto de fe. Y es imposible adherirte por completo a cualquiera de las dos filosofías.

Para mí, el enfoque sin mucha intervención es el más realista, pues este reconoce que nuestros hijos están, en un sentido básico, más allá de nuestro control: no son objetos preciados e ingenuos a los que debamos proteger de una cultura, sino seres humanos pensantes y sintientes cada vez más independientes que están ocupados tomando sus propias decisiones.

Quiero que mis hijas lean, vean y escuchen cualquier cosa que despierte su interés, aunque a mí no me guste. Sin embargo, no voy a dictar sus preferencias: quiero que se abran paso por este planeta inmenso y desordenado por sí solas, cuando tengan la edad suficiente… y estén listas para cuando las cosas no salgan como ellas quieren. Como padre, dejar ir a los hijos puede ser aterrador a veces, porque se toparán con peligros reales.

Esta no es una crianza liberal moderna; en todo caso, es anticuada. Antes de la era de los hiperpadres, la generación del baby boom crió a los niños de la generación X, como yo, para que estuviéramos solos en casa, así que nos hacíamos nuestros propios refrigerios y veíamos la televisión durante horas. Tal vez no lo apreciamos en aquel entonces, pero esto engendró una independencia que no sé cómo habríamos desarrollado de otra manera.

Quisiera agradecerle a esa generación por eso, pero dudo que fuera una decisión consciente de crianza de su parte. Es más probable que simplemente así fueran las cosas en esa época de trabajo, educación y cultura estadounidense. No tenían muchas alternativas, así como nosotros tampoco tenemos muchas opciones en la actualidad, sin importar las historias que nos contemos. Todos nos las estamos arreglando como podemos, nos enfocamos en esas extrañas oportunidades en las que podemos decidir, cruzamos los dedos y esperamos haber hecho lo mejor.

Sobre todo, quiero que mis hijas vean con claridad, estén preparadas y confíen en su entrenamiento, buena parte del cual obtienen mediante las charlas de sobremesa como la que tuvimos sobre faltar a la escuela. Hasta ahora, esta estrategia ha funcionado. ¿Sasha faltará a la escuela? Eso espero… y espero que no. Pero, si lo hace, no debería contarme. Al menos no sino hasta dentro de otra década. Entonces podremos reírnos al respecto mientras disfrutamos de unos cocteles.

Matt Gross es columnista de The New York Times.