El duelo no me es ajeno. Al fin y al cabo, llevo vivo casi 65 años. Y durante casi 40 de ellos he ejercido de psicoterapeuta y asistido a las personas en sus duelos. Cualquier terapeuta te dirá que la muerte no es el único motivo posible de un duelo. Durante el luto, lo mejor de nosotros —nuestra capacidad de amar— se convierte en la fuente de nuestro sufrimiento. Es un milagro que todo ese dolor no se prolongue y que cualquier persona sea capaz de volver a amar, en vez de vagar por la vida, aturdida por su crueldad. Y es sorprendente que alguien crea que el duelo tiene sus etapas y límites temporales, o que sepamos lo suficiente sobre cómo funciona para saber qué esperar de él.

Cuando la Asociación Estadounidense de Psiquiatría añadió el trastorno de duelo prolongado a su Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, la presidenta de la organización, Vivian B. Pender, explicó que, debido a “las circunstancias que estamos viviendo”, hay más personas susceptibles a episodios de duelo prolongados. La asociación señaló que, además de las muertes por COVID-19, los estadounidenses se enfrentaban a muchas catástrofes que aún no han terminado, que, entonces eran, entre otras, “la retirada de Afganistán, inundaciones, incendios, huracanes y la violencia con armas de fuego”. Las ocasiones para el duelo, prolongado o no, parecen aumentar, y hay más cosas por las que llorar, además de por la pérdida de los seres queridos por el COVID-19, por la guerra o por el cambio climático. Sumadas con nuestra política polarizada y paralizada, estas calamidades parecen amenazar los cimientos de nuestros mundos cultural, político y natural. Convertir el duelo en un trastorno mental, al menos, llama la atención sobre la enormidad de las pérdidas que enfrentamos y al luto que subyace a todas ellas: la pérdida de lo familiar. A menudo me enfrento con las perturbaciones que producen las pérdidas. Pero, aunque tengas que esforzarte un poco para verla, la pérdida siempre está ahí, merodeando detrás de la ira: la pérdida de control, de certidumbre, de la confianza en que el trabajo duro y la constancia darán como fruto una vida predecible y segura.

También siento nostalgia por la época en la cual prevaleció el sueño de la Ilustración. Esa tolerancia nos ayudaría a superar nuestras diferencias para que la razón las resolviera, con los hechos como nuestro terreno común. Esa ecuanimidad y esa libertad podrían empujarnos en direcciones distintas, pero no nos separarían. Como mínimo, podríamos unirnos para combatir un virus. Yo también siento una pérdida y estoy con el corazón roto por la incipiente desaparición de un mundo común, tan destrozado que ni siquiera podemos ponernos de acuerdo en qué se ha perdido, y menos aún llorarlo al unísono. O, ya de paso, recoger los pedazos y ver si podemos diseñar algo mejor a partir de ellos.

Puede que la asociación de psiquiatría esté en lo correcto al convertir el trastorno de duelo prolongado en una enfermedad y citar la variedad de calamidades histórico- universales para respaldar esta afirmación. No porque el diagnóstico vaya a encontrar circuitos cerebrales descarriados que tratar, sino porque, a medida que los eslabones de la cadena de suministro de nuestro mundo conocido se debiliten y se rompan, quizá necesitemos que nos recuerden que, detrás de la indignación y la culpa está el duelo, y que no tenemos a nadie que nos consuele por nuestras pérdidas o con quien construir algo nuevo, excepto unos a otros.

Gary Greenberg es psicoterapeuta y columnista de The New York Times.