Educación pospandemia
Lo último que pensaba escribir al reflexionar sobre el noble tema de la columna, era el repudio al uso de los estudiantes como carne de cañón para los apetitos de poder de las dirigencias universitarias. Ningún título póstumo, ni homenaje es pertinente a estas alturas de lo ocurrido en Potosí. Justicia es lo que buscan las familias de las jóvenes que murieron en las instalaciones de la universidad potosina, y justicia es lo que el país les debe.
¿En qué condiciones están desarrollando sus estudios los y las jóvenes que sufrieron dos años de suspensión de clases presenciales?
Un reciente informe del BID (¿Cómo reconstruir la educación pospandemia?), nos alerta, entre varios otros elementos, lo siguiente: que en América Latina, 166 millones de jóvenes perdieron aproximadamente 237 días de clases debido a la pandemia; que 35 millones de alumnos abandonaron sus estudios y que la brecha de aprendizaje entre alumnos pobres versus alumnos con recursos económicos es de 2,5 años.
Otros impactos se refieren al deterioro de la salud mental ocasionado por el aislamiento, la sensación de inseguridad y el empeoramiento de las condiciones de accesos al mercado de trabajo.
Estos impactos habrá que medirlos en nuestro país, pero más allá de las cifras, lo cierto es que la tendencia es que las brechas educativas entre colegios públicos y privados, entre campo y ciudad, entre hombres y mujeres, se han ensanchado durante la pandemia. Un estudio en profundidad ayudaría a dar más detalles sobre el fenómeno y tal vez a diseñar mecanismos precisos para tratar de revertir la situación.
La adolescencia, que es la etapa de la vida que se inicia luego de los 10 años y acaba alrededor de los 25, es una etapa a la vez delicada y llena de oportunidades: es el momento clave para el apoyo en el desarrollo de habilidades cognitivas y socioemocionales. Se requiere dedicar atención y recursos para tal fin.
Si se logra una buena intervención, los resultados individuales y sociales se potencian. De lo contrario, los resultados individuales y sociales se deterioran.
Entonces, ¿qué opciones tenemos? El estudio del BID señala varias líneas de acción; entre ellas gastar más y mejor en educación, reabrir los centros educativos —cosa que se logró en Bolivia en parte gracias a la presión de madres y padres de familia—.
Otra opción identificada en el informe del BID, apunta al aprovechamiento de la inversión que se hizo para las clases virtuales. El acceso y la colectividad son claves, pero solo tienen impacto cuando están acompañados de contenidos de calidad, pautas de acceso y formación de los profesores.
El Internet nos da la posibilidad de ir más allá de la oferta de las universidades locales. Cursos más o menos formales, que van desde costo cero a los varios miles de dólares, abundan en la web.
¿Hasta qué punto esta oferta actual y potencial está siendo utilizada en Bolivia? ¿Existe posibilidad de que jóvenes del país se conecten con un mercado laboral virtual con otro tipo de oportunidades gracias al desarrollo de nuevas habilidades y destrezas adquiridas por medios no convencionales? ¿Qué tan dinámico es el propio mercado laboral nacional para absorber este nuevo tipo de talento humano?
Sería interesante contar con análisis y datos sobre estas tendencias, junto con el desarrollo de lineamientos que nos den pautas para superar las inequidades que se pueden generar en estos procesos.
Las nuevas competencias que se desarrollan al margen del sistema educativo boliviano impactarán (tarde o temprano) en nuestro mercado laboral. Community managers, científicos de datos y programadores ya tienen demanda en nuestro entorno. Parece ser un buen momento para actualizar y agilizar nuestro sistema.
Pablo Rossell Arce es economista.