Autonomía: ¿castillo de marfil?
En 1930 se consagró por ley la autonomía universitaria, otorgándole la facultad de autodirigirse. Este objetivo fue fruto de la lucha del movimiento estudiantil que en 1928 emergió con la consigna “Reforma universitaria” y otras que aterrorizaron a la sociedad conservadora de entonces: “Tierra al indio”, “Minas al Estado” y “Guerra a la guerra”. La lucha no fue fácil, incluso se llegó al amotinamiento de los cadetes del Ejército, quienes apoyaron a los universitarios masacrados en La Paz; finalmente fue el pueblo boliviano que en referéndum aprobó el principio.
El objetivo es claro: el desarrollo y la transmisión de la educación superior, que en gran medida se da por la creación del conocimiento científico, no puede estar cercenado por dogmas religiosos, ni intereses personales o partidarios: debe realizar su labor desterrando estos intereses; su labor académica debe significar un aporte al desarrollo de la sociedad boliviana.
De la universidad surgieron objetivos nacionales de lucha: la nacionalización de las minas, la creación de las fundiciones, la reforma agraria, la defensa de los hidrocarburos, la seguridad social y tantos otros. La universidad era un foro de ideas y su confrontación fue creando la cohesión necesaria para que el pueblo se aglutinara y luchara por estos objetivos.
Sin embargo, como toda institución no está al margen de los males que la aquejan: el burocratismo, la rutina y el surgimiento de grupos de poder que, desnaturalizando los fines de la autonomía, ponen la institución a su servicio; este es un mal crónico que a veces requiere de remezones para volver al cauce. Esto ocurrió por ejemplo en 1970 con la llamada “revolución universitaria” que dispuso la vacancia de las cátedras para asignarlas por concurso de méritos y exámenes de competencia, creó la catedra libre y los exámenes de oposición para garantizar la renovación y la pluralidad de pensamiento. No solo se abrió la puerta al pueblo, sino que la universidad se propuso estar en el seno mismo del pueblo para ayudar a superar sus problemas, tomó en cuenta la formación técnica como eslabón de la formación integral. La osadía no duró mucho, la dictadura de Banzer intervino las universidades y las cerró por dos años; cuando las abrió no había autonomía, siendo designado por la dictadura un Comité Ejecutivo Nacional, que imponía a los rectores y disponía de las cátedras; García Meza fue más allá, nombró a rectores militares.
El retorno a la democracia no recuperó el espíritu de los años 70, la dictadura había inculcado algunos parámetros que hasta hoy perviven: el Comité Ejecutivo Nacional de la Universidad que coarta la autonomía de cada una de las universidades y las somete a un solo canon: la meritocracia y el ascenso social. El neoliberalismo, bajo los parámetros no-a-la-política y eficiencia, buscó ingresos económicos con la distribución de títulos, maestrías, diplomados, sin ver el contexto de las necesidades nacionales, ni sus propias capacidades. La burocracia se ha institucionalizado con la creación de grupos de poder, que dejan a un lado las normas mismas dirigidas a consolidar la universidad. La autonomía, ante la apatía de la mayoría de la comunidad universitaria, se ha convertido en la libertad de hacer lo que les parezca sin ningún tipo de control.
Las universidades, despojadas de un ideario político, se han alejado del pueblo, que confió en ellas y les dio su autogobierno, y han vuelto a ser castillos de marfil aislados de su pueblo y la realidad nacional. No escapa a la memoria que fueron universidades, a través de sus autoridades y a veces de sus consejos universitarios, que entraron al esquema de la conspiración contra el sistema democrático nacional y se sumaron a los afanes desestabilizadores de los sectores más retrógrados del país. Es la hora de la rectificación interna, posteriormente será el repudio nacional.
José Pimentel Castillo fue dirigente sindical minero.