Voces

Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 14:19 PM

Matar al maricón

/ 19 de mayo de 2022 / 01:52

Todo homosexual ha sentido alguna vez el miedo de besarse en la calle. A muchos nos han golpeado, insultado o lanzado miradas de reproche por hacerlo, como si una muestra de afecto fuese un acto de depravación. Socialmente, los prejuicios han llevado al maricón a la construcción de espacios ocultos al ojo público: discotecas, cafés, saunas y otros. Son espacios destinados a que aquellas personas que se fingen heterosexuales en su día a día, puedan dejarse ser y encontrarse con sus iguales. Desde 1990 se eliminó la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales de la OMS y en conmemoración de este hecho, cada 17 de mayo se recuerda el Día internacional contra la homofobia, bifobia y transfobia. Ante esto, es irónicamente doloroso lo que sucedió pocos días atrás en la ciudad de El Alto.

El 8 de mayo algunos policías ingresaron en un sauna gay bajo la excusa de haber recibido denuncias informales y maltrataron a los clientes del lugar al grado de tomarles fotografías sin respetar su privacidad. Como producto del allanamiento, quedaron detenidos tres empleados del local acusados de pornografía y delitos contra la salud pública. La imputación presentada a la fiscal tiene claros tintes de homofobia y morbo: en lugar de explicar por qué serían relevantes los cargos, se detiene solo en señalar la orientación sexual de los implicados, recalcándola prácticamente en cada línea. Pareciera que el reporte, más que esclarecer los hechos, buscara reprocharlos por su orientación. Una imputación de tal naturaleza demuestra que hubo un grado de homofobia instalado en quienes ejercieron la intervención y, por lo tanto, todo el proceso puede perder objetividad y teñirse de prejuicio.

Los imputados estuvieron en celdas policiales hasta cinco días después de los hechos y lograron salir en una suerte de libertad transitoria en lo que se realiza la investigación. ADESPROC Libertad se hizo presente en el proceso y se muestra con compromiso de continuar el acompañamiento hasta el final. Si bien está lejos de haber concluido, este hecho permite leer algunos de los niveles sociales de homofobia institucional y cultural de nuestro entorno. El primero claramente es el propio acto policial, acompañado por el texto de la imputación, la reacción inicial de la Fiscalía y el proceso penal actual. Un segundo nivel, menos evidente, está en el modo en que los medios de comunicación transmiten la noticia que, en muchos casos, logra una revictimización de los implicados. Medios muy populares como Notivisión no dudaron en titular al hecho como “Intervienen prostíbulo de varones” e incluso dejaron circular algunas fotografías tomadas por la Policía en el lugar, sin preguntarse en ningún momento cómo afrontar una noticia de clara violación a los derechos humanos de una población vulnerable.

Un tercer nivel de violencia, muchísimo menos evidente, está en los receptores de la nota. Personas que comparten el morbo con risas y burlas; personas que justifican a la Policía, reprochando la existencia de un sauna gay cuando no están dispuestas a normalizar la homosexualidad; personas que, desde el privilegio de jamás haber sido discriminadas por su orientación sexual, se sientan a juzgar al otro y a quejarse de que no tienen un colectivo que les defienda, sin detenerse a pensar que el colectivo que los defiende es el mismo sistema patriarcal que ha encarnado en los policías que allanaron el sauna ese día.

A veces pensamos que homófobo solo es el que golpea a un homosexual en la calle o le grita maricón. Homofóbico también es quien se enoja cuando ve un beso gay en una película de Marvel y habla de “inclusión forzada”. Homofóbico también es quien se sienta en el trono de la moral juzgando de pervertido a quien va a un sauna gay, pero no le tiembla el bolsillo a la hora de pagar a una trabajadora sexual por sus servicios. Homofóbico también es el sacerdote que en su homilía le dice a su audiencia: “Yo soy un mártir porque la sociedad me crucifica por oponerme a los homosexuales”. Homofóbico también es quien piensa que los hombres imputados han recibido su merecido por estar en un lugar así. Homofóbica también es la madre que reza cada día por que su hijo no le salga gay. Homofóbico también es quien se ríe de los pobres maricones que merecen ser golpeados por eso, por maracos. Te llamo a pensar, pues, si sigues formando parte de esta cadena de violencia silenciosa que golpea, que silencia, que mata.

Juan P. Vargas es literato.

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Lo que TikTok nos enseña

/ 25 de agosto de 2022 / 01:08

“Bolivia es un intento fracasado de no ser Bolivia”. Esta frase de Seúl, São Paulo, de Gabriel Mamani, es tal vez la mejor definición de Bolivia en la literatura. A los bolivianos nos crían para que huyamos del país (en mi generación yo escucho frases como “no sé dónde, solo me quiero ir”), pero también para huir de la bolivianidad negando nuestra herencia india. Esto ha implicado un blanqueamiento biológico (aún hoy existe la idea de “mejorar la raza”), pero también cultural (en los usos y costumbres, o en las formas en que se pronuncia el español).

Estos mecanismos del racismo atraviesan nuestras formas de deseo: la piel blanca es un valor de belleza (no por nada tanta Miss ostenta ascendencia europea) y la tiktoker Bianca Foianini demostró que es consciente de esta dinámica y que es capaz de capitalizarla. Todos vimos el video donde afirma ser criticada por mujer, empresaria, bonita, blanca y de apellido italiano. A nadie le parece mal que venda brownies y le vaya bien. Nuestro enojo surgió en que resalte su color de piel como marca de clase (soy blanca, por lo tanto, me corresponde tener plata), belleza (soy blanca, por lo tanto, soy bonita) y victimización (me tienen rabia por ser blanca).

Esto viene desde la conciencia nada ingenua de vivir en una sociedad racista donde el color de piel es capital simbólico. Foianini lo demostró al publicar en redes una serie de productos (tazas, poleras) con diseños de su frase. El racismo, además de practicarse, hoy se capitaliza en brownies y tacitas. En su mente, Biancaflor piensa que su piel y su apellido son signos de superioridad y sabe muy bien que puede convertirse en bandera bonita para ocultar el racismo más crudo y duro del país.

A la par, otro influencer, Ale Pinedo, fue duramente abucheado por el público de un concierto en El Alto. La vieja guardia de los comediantes está acostumbrada a hacer chistes imitando el habla del español con acento aymara porque lo considera inferior. Pinedo no ha superado estas formas racistas del humor: él habla en un español “correcto”, pero en sus videos lo hace burlándose de cierto acento.

De ahí vino el botellazo rechazante de un público que, para la mente de Pinedo, es inferior por su forma de pronunciar las palabras. Él se apresuró a grabar un video haciendo mofa de lo sucedido: mientras Bianca aprovechó para vender poleras, Pinedo construyó material cómico (se puso lluch’u y continuó sus burlas). Cabe aclarar que es distinto el caso de Henrry Gabriel, el tiktoker comediante que hace uso de los mismos recursos para hacer reír, pero no desde una imitación burlesca, sino desde su propio uso del habla en el día a día.

Ambos casos han sucedido a poco tiempo de lo acontecido con Albertina Sacaca, la tiktoker quechua que fue criticada por sus precios de publicidad. En redes ella muestra su vida: tiene una gallina, recoge miel de un panal, usa abarcas. Cierta clase está acostumbrada a leer esas características como signos de pobreza, cuando en realidad no lo son: Albertina tiene la libertad de tener la plata que quiera y seguir usando una olla de barro. En ningún momento afirma ser pobre: el único video donde se queja de dinero es aquel donde reclama por un billete falso de Bs 100 (algo que a cualquiera le da bronca).

Albertina ha sido criticada no por el cobro que realiza (que lo tiene bien ganado) sino porque no huye de su indianidad ni su bolivianidad, porque no ve la piel blanca como un valor ni el blanqueamiento como una aspiración. Da terror a los racistas una mujer que, solo con ser ella misma, resulta una afrenta directa al sistema que nos llama a blanquearnos la piel y las costumbres.

Ninguna de las personas que le reclamó a Albertina el haber dejado de estudiar o los precios que cobra, le reclamaría lo mismo a Foianini o a Pinedo. A ellos no se les exige estudios porque se sobreentiende que los tienen por su color de piel. Mientras una se queja de que la odien por ser blanca y bonita, otro se queja de que lo abucheen por burlarse del español aymarizado, y si Albertina se queja por un billete falso el mundo la acusa de lucrar con la imagen de pobreza: TikTok nos enseña que quejarse también es un privilegio racial. En todo caso la cancelación mediática de Biancaflor y el abucheo a Pinedo son señal de que el grueso de la sociedad boliviana ya no está dispuesto a aguantar racismos de ningún tipo, vengan como humor tiktokero o como brownie de chocolate.

Juan P. Vargas es literato.

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La voz de Basilia

/ 10 de agosto de 2022 / 01:46

Recuerdo bien una propaganda del MAS en 2005. Se trataba de una chola que barría una casa: era la trabajadora del hogar. Contaba que en anteriores elecciones su patrona le había ordenado por quién votar, pero que ahora estaba convencida de su voto y sabía lo que significaba para ella. En mi corto entendimiento político de los 12 años me quedé pensando en la gravedad de que el voto de alguien esté controlado por otro. En una sociedad racista como la boliviana, la forma en que vemos, tratamos y escuchamos a la chola es parte fundamental en la (de)construcción de los mecanismos de racialización.

Se inauguró la 26° Feria Internacional del Libro de La Paz que ostentó en su afiche la imagen de una chola leyendo un libro y pocos días antes se había presentado la segunda edición de De Chualluma he venido, de Basilia Catari Torres. La obra inicia con la frase “en subida es mi lugar”, metáfora de lo duro y hasta heroico del proceso de Basilia por llegar a un espacio de escritura. Narra que ha sido tratada como subalterna, pero no deja que se la encasille en tal categoría: “A nosotras nos dicen sirvientas, nos dicen empleadas domésticas. Y así nos tratan. Nosotras somos trabajadoras del hogar porque cumplimos un rol que es muy importante”. Es resaltable la finura escritural de la distinción entre un soy y un me dicen que soy: escribe desde la conciencia de su yo y no deja que se la inscriba en cómo otros la ven. Habla desde la apropiación del cuerpo, del lenguaje y del poder político en una sociedad que en todo momento quiso impedírselo.

Ella cuenta (a veces con lágrimas traducidas en palabra) las historias de más de una compañera cuyo cuerpo estuvo sujeto al poder de sus patrones: se le impone si puede o no ser madre (no le dejan tener novio o la despiden si se embaraza), se le ordena el ritmo de sueño (si el patrón llega tarde, ella debe despertarse, abrirle el garaje y calentarle la sopa, por fuera de las 10 horas de trabajo), se le impone una servidumbre sexual obligatoria (cuando el patrón la viola o entra al baño mientras se está duchando), se la golpea, se la humilla y se le descuenta dinero de su sueldo debido a gastos por enfermedad. Basilia se negó a dejar que su cuerpo sea dominado: tuvo una hija, huyó de donde fue golpeada o humillada, y escribe desde la complicidad hermana de estas voces.

El grupo social boliviano que se piensa como blanco vive con la aspiración de vivir fuera del país y generalmente tiene la posibilidad de irse y negar su bolivianidad. Desde su espacio, Basilia reclama que el Gobierno haya estado en manos de estas personas: “Porque los que están gobernando son descendientes de gente que no son originarios”. El indio no tiene esa oportunidad, por ello es enfática en que el indio es quien debe gobernar el país para salir adelante. Utiliza la metáfora de una casa cuyos propietarios “seríamos los originarios, los campesinos, los comunarios. (…) Nosotros vamos a morir en nuestra tierra y no vamos a ir a otro lado”.

El libro comienza con la carta de Melany Bohorquez Catari, hija de Basilia, solicitando a Mujeres Creando el apoyo para imprimir el texto, de modo que las ganancias le permitan terminar sus estudios. La obra cierra en pluma de Basilia con el deseo de tener una hija en el futuro: “Si yo tuviera una hija, me gustaría que ella estudie”. La autora escribe para una generación que va a tomar el poder político y su libro termina de la forma más poética que existe: un círculo articulador de aprendizajes. No se queda en mera literatura para ferias, no se trata de el arte por el arte, nos ha escrito Basilia un espejo mismo de lo que somos en una obra con potencial de cambio social. Nos ha escrito la chola que ha dado a luz a nuestras familias una carta biográfica de adónde debemos apuntar como país.

Ante semejante propuesta escritural, no deja de hacerme ruido el afiche de la FIL. Mucho se dice que la literatura debe ser política y resistir al sistema: ¿cuántas de las escrituras que abundan hoy en la literatura boliviana realmente buscan resistir al sistema del racismo? Muy pocas. En más de una obra hoy la chola aparece como adorno silenciado o como una mistificada excepcionalidad pachamamista, más de un lector se queda fascinado ante una folklórica Sara Chura y ante distopías en El Alto, pero se niega a leer el libro de Basilia o a algún escritor alteño. En una Feria del Libro con la imagen gigante de una chola leyendo, deberían haber vendido De Chualluma he venido en la puerta.

Juan P. Vargas es literato.

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¿Escudo de racismos y homofobias?

/ 23 de junio de 2022 / 02:22

Hablar de la diversidad sexual en primera persona ha conllevado que me digan maricón, ignorante y depravado, entre otras cosas. Y hace poco, Cecilia Saavedra (portavoz de un grupo de “Activistas por la democracia y la libertad”) incluyó los términos gente satánica, paganos, aberración, vergüenza, barbarie y degradación moral entre la lista de palabras con que, según ella, nos insulta a la mariconada. Esta mujer y su grupo de “activistas” irrumpieron la muestra Revolución Orgullo en el Museo de la Ciudad Altillo Beni (Santa Cruz) para agredir a las personas que se encontraban allí y romper una de las piezas que se exhibían: el Escudo del Estado Plurisexual de Bolivia, pieza que reconstruye el escudo nacional con símbolos de la comunidad LGBT+. Los “activistas” utilizaron la defensa del escudo como excusa para sus actos de violencia: “No vayan a hacer eso con nuestros símbolos patrios”, dijeron. Obviamente el acto fue denunciado en redes por su connotación discriminatoria y la obra despedazada continuó exhibiéndose tal cual quedó con las marcas de la agresión.

Esta defensa del escudo no es nueva en nuestro panorama. El 13 de enero de 2021 se emitió el DS 4445, donde el Gobierno identificó su logotipo institucional con la chakana. Carlos Mesa presentó una acción de inconstitucionalidad contra el símbolo, afirmando que se estaba tratando de sustituir al escudo con la chakana y que eso era una afrenta a los bolivianos: “No podemos aceptar que se insulte a la dignidad de nuestra identidad, no podemos aceptar que se niegue lo que representa nuestros valores más importantes (es decir los símbolos patrios)”. La acción de CC quedó como anecdótica porque diversos estamentos (como Bolivia Verifica) se dedicaron a explicar la diferencia conceptual entre el logo institucional de un gobierno y un escudo nacional.

Ahora bien, cuando Mesa habla de nuestra identidad y nuestros valores, o cuando Saavedra habla de nuestros símbolos y nuestra moral, ¿a quiénes incluyen en ese nosotros? Imagino que a quienes se identifican con los símbolos patrios de Bolivia, entre ellos, el escudo. Esto me lleva a otra pregunta: ¿cuántas personas se sienten identificadas con el escudo? O más aún, ¿cuántos conocen y entienden su simbología? Es valorable entender la historia heráldica de donde proviene, pero no creo que eso sea una excusa para seguir identificándonos con él. Por supuesto que algunos de sus símbolos (como el cóndor) resultan tremendamente representativos del país; sin embargo, existen otros que pueden ser cuestionados: todos entendemos el valor del gorro frigio en el contexto de la Revolución Francesa, ¿pero acaso en Bolivia no existe un símbolo propio que represente la libertad?

En el centro del escudo resalta el Cerro Rico de Potosí, que simbolizaría la bonanza de los recursos naturales. Entiendo la intención de mostrar la riqueza mineral del país, ¿pero es ese el símbolo correcto? En la colonia el Cerro fue un centro económico importantísimo para la corona española, no por nada Potosí tuvo el esplendor que tuvo, ¿pero nos perteneció acaso ese esplendor? Le perteneció a Potosí, pero al Potosí de la minoría española y criolla que vivía en él, no al Potosí del indio preso de la mita, no al Potosí de la india que vendía en el mercado. Hoy escucho hablar del Potosí colonial con una añoranza que cae en la melancolía por una riqueza que nunca nos perteneció.

Tanto la acción del grupo de “activistas” liderado por Saavedra, como la de CC liderada por Mesa, son acciones de resistencia a cambios en la simbología de la patria que vienen a disfrazar racismos y homofobias. Más que defender la patria, estas personas la están instrumentalizando para sus fines políticos: el ideal republicano de patria es utilizado por Mesa para defender su postura de opositor al Gobierno central, mientras que Saavedra lo utiliza para defender su religión.

Al final el escudo funciona bien como representación de la patria blanqueada que Bolivia quiso ser en algún momento (y que todavía quiere ser para algunos) y, como tal, está bien que se quede así y que represente a quienes se quieran identificar con la minoría blanca del Potosí colonial que tanto añoran ser. Quienes no formamos parte de la norma heterosexual blancoide, al contrario, estamos llamados a repensar la simbología del país que queremos y la noción misma de escudo: al final nuestra identidad y nuestra sexualidad no deberían simbolizarse desde la heráldica, sino desde algún rostro de nuestra indianidad.

Juan P. Vargas es literato.

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El orgullo gay en medio de los Andes

/ 9 de junio de 2022 / 01:52

Hoy me siento privilegiado por poder ser abiertamente marica en mis espacios sociales, pero cada que llega el mes del “orgullo gay” tengo más dudas que certezas. Me pregunto si en Bolivia entendemos la lucha de la diversidad sexual en términos de importación de luchas sociales de países del norte, o si estamos camino a entenderla desde el conocimiento indio, más allá de seguir las normas del primer mundo sobre “cómo ser gay”. La teoría queer ha estudiado las identidades no binaries con fundamentos filosóficos que pueden considerarse universales, pero ¿es ese un motivo para importar ideas y luchas o es una llamada de atención para que leamos nuestro contexto? A finales de mayo de este año se realizó la tercera unión libre entre personas del mismo sexo con inscripción en el Serecí, lo cual es una victoria en la búsqueda de derechos, pero esto debe acompañarse con reflexión teórica sobre nuestra identidad.

La diversidad sexual es inherente al ser humano y por supuesto que el pensamiento andino tiene un entendimiento propio del asunto. Juan de Santa Cruz Pachacuti escribió a inicios del siglo XVII su Relación de las antigüedades del Reino del Perú, un valioso repositorio sobre el mundo precolonial. Allí cuenta que, debido a una crisis en la sucesión de gobernantes, el Inca convocó a un Dios hoy desaparecido: Chuqui Chinchay o el Apu de los Otorongos, deidad que en el Tahuantinsuyu era patrono de los “indios de dos sexos”. Pensar qué entendían los quechuas de la época por “persona de dos sexos” es un tema que excede las intenciones de esta columna, pero claramente se trata de un espacio medio entre lo masculino y lo femenino: el espacio de lo q’iwa, aquello que la cultura occidental llama queer.

Michael J. Horswell ha estudiado cómo los chamanes qariwarmi (hombres-mujeres) realizaban las ceremonias a este Dios, travestidos, siendo un signo visible de contacto entre los dos sexos (pero también entre el presente y el pasado, entre la vida y la muerte). El aspecto más conocido de la crónica mencionada es un dibujo cosmológico de la creación. En él aparece representado Chuqui Chinchay en forma felina en el espacio inferior y en forma de estrella en la parte superior. Cuando llegó la colonia, por supuesto que la corona no supo entender estas ritualidades e impuso el matrimonio como norma social para la vida de la sexualidad: Chuqui Chinchay y sus chamanes fueron vistos como diabólicos e inaceptables y, con el tiempo, desaparecieron.

En la actualidad existe en la cosmovisión aymara cierta representación comunitaria del homosexual asociada a la siguiente afirmación: janiwa llaqisañaqiti q’iwanakata jupanakaxa warawaranakana uñxatata sarnaqaphiwa (no debemos tener pena de los homosexuales porque ellos caminan mirando las estrellas). La interpretación de la frase sería que los q’iwanaka somos personas protegidas y bendecidas por las estrellas. Por este motivo, si bien el q’iwa es silenciado socialmente, la misma comunidad reconoce sus dones al verlo como persona que ostenta riqueza y bondades materiales que el resto quisiera tener. El wapuri en la kullawada tiene más joyas y su vestimenta es más ostentosa que la del resto debido al papel social que se le brinda.

No es casual que el Dios Chuqui Chinchay haya estado representado en una estrella y que ese sea también el término que aparece en la afirmación comunitaria que cité. No ha sobrevivido el Dios, pero ha quedado su esencia en la forma en que nos vemos y habitamos el mundo; el qariwarmi y sus ritos han desaparecido, pero el wapuri sigue bailando en el Gran Poder. Es decir, existe un entendimiento andino de lo q’iwa que ha sobrevivido a la colonia en forma de cuerpos, de danzas, de vivencias.

Es urgente preguntarnos si el lugar social del q’iwa es un espacio análogo al del matrimonio o unión libre. Puede que sí lo sea, pero en lugar de asumir un guion oenegero de cómo debe habitarse el espacio de lo gay, nuestro contexto nos llama a pensar si el chachawarmi, que ha funcionado como ordenador social de las relaciones en una complementariedad de lo femenino y lo masculino, tal vez pueda ser entendido más allá del sexo biológico, o si más bien lo q’iwa viene acompañado de otras construcciones sociales que aún no hemos podido leer en nuestros cuerpos. Es tarea nuestra pensar el lugar social que nos corresponde y exigirlo en leyes y derechos, pero hay que hacerlo desde una reflexión del pensamiento andino que nos permita superar la mentalidad colonizada con que lo hacemos en la actualidad.

Juan P. Vargas es literato.

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Ser ‘q’iwa’ en las vísperas del Censo

/ 5 de mayo de 2022 / 01:14

En 2021 se estrenó la primera versión española del programa estadounidense RuPaul´s Drag Race. La temporada se hizo popular en nuestro país porque participó Inti, una drag queen boliviana quechua que ha crecido en España. Elle describe la estética de su drag como un estilo indígeno-futurista, explicando que es “cómo se vestiría la gente indígena si siguiésemos vivas”. Si bien su propuesta ha logrado puntos altos, como darle estilo punk a las tullmas o utilizar mantas de chola para hacer un vestido de alta costura, tiene un problema de rigor conceptual: se basa en la idea de que los indígenas han sido exterminados por la colonia y en realidad, la estética del mundo indio sigue viva y continúa evolucionando.

Ahora bien, su imagen nos sirve en las vísperas del Censo para cuestionarnos nuestra identidad. Inti se define como q’iwa, trans, usa el pronombre elle, no ha vivido en Bolivia, no habla quechua ni aymara ni comparte los ritos culturales: la pregunta es si esto impide que se defina como india. Hasta el momento nadie le ha cuestionado su indianidad; sin embargo, en Bolivia sí se ha puesto en duda la identidad de mucha gente por cuestiones similares. Sin ir muy lejos, a Evo Morales se le criticó el no hablar aymara y muchos de sus detractores se valieron de ese hecho para invalidarlo. A otros se les acusa de “falso indio”, “falso indígena” o “disfrazado”.

Esta idea de que para ser indio uno tiene que cumplir ciertos requisitos viene heredada de una concepción decimonónica: la oposición entre civilización y barbarie. Lo civilizado estaría representado en la cultura occidental (tecnología, ciudad, educación, piel blanca) y lo bárbaro estaría en las culturas indígenas (campestres, ignorantes). A partir de este concepto se piensa que para ser indio (o para identificarse como aymara en el Censo) uno tiene que vestir de cierta manera y habitar cierto espacio social: si no se vive de dicha forma, uno es un “falso indio disfrazado”. El problema de esta concepción es que ignora por completo los complejos matices del mestizaje.

La guerra de la independencia logró expulsar a la corona española, pero en el mundo indio la fundación de la República implicó poco o nulo cambio. Desde 1825 el criollo ocupó políticamente el mismo lugar que ocupaba la casta española, para ser desplazado poco a poco por el mestizo, mientras que el indio continuó siendo un subalterno prácticamente en situación de esclavitud. Dado este contexto, es lógico que los indios hayan buscado convertirse en mestizos, es decir, blanquearse: se cambiaron apellidos (de Quispe a Quisbert), se eliminaron formas de vestir y costumbres, se buscaron matrimonios con personas blancas.

Vemos también que, debido a la movilidad social de los últimos años, hoy existen aymaras que han alcanzado un estatus económico muy elevado. Este poder adquisitivo ha logrado que unos reafirmen su cultura en la imagen del aymara platudo capitalista, y ha permitido que otros, debido al nivel económico logrado, puedan desaymarizarse y considerarse mestizos. Esta aspiración sociocultural de blanqueamiento es una cara del mestizaje. En Bolivia el mestizo es alguien que quiere considerarse blanco, pero no puede: todos conocemos personas cuyo único objetivo en la vida es irse de Bolivia, sin importar dónde, escapar del contexto indio que no les permite ser blancos.

Esta aspiración blanca no ha venido por un deseo pacífico, sino como fruto de una violencia social. La mayor parte de los bolivianos somos descendientes de familias indias que han decidido dejar de serlo para que nosotros no vivamos la violencia racista que nuestros antepasados vivieron. ¿Cómo esperamos que nuestros tatarabuelos nos hayan heredado su lengua si a muchos en el colegio los golpeaban cuando se les salía una palabra en aymara? ¿Cómo esperamos que nuestras abuelas nos críen con polleras si a muchas de ellas las han condenado al servicio doméstico por usarlas? Nuestros antepasados no nos heredaron la aymaridad porque quisiesen que dejemos de ser aymaras, sino porque querían que no experimentemos la violencia que vivieron. A ellos nos debemos en el Censo. A ellos les debemos el dejar de definirnos desde la norma blanca de lo mestizo y recuperar la identidad que nos ha sido arrebatada. Habemos aymaras que todavía no hablamos la lengua (pero lo haremos), habemos aymaras trans y homosexuales, habemos aymaras en distintos puestos de trabajo, habemos aymaras en el mundo pues, no nos han exterminado ni lo van a hacer.

Juan P. Vargas es literato.

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