Paradojas de la sede de gobierno
En esta columna me he referido a nuestra condición de sede de gobierno como una razón estructural, dañina y perversa, causante de muchos males en nuestro desarrollo urbano y en los comportamientos de nuestra sociedad. Esta posición es por demás polémica y antagónica. Va en contra de la voluntad popular expresada en la concentración más grande que han conocido esta ciudad y El Alto. Recordemos que el 22 de julio de 2007 se reunieron dos millones de habitantes refrendando la condición paceña de sede del Gobierno boliviano. Por tal razón, expresaré dos reflexiones sobre nuestra condición de sede que se inició a principios del siglo XX. En ese entonces, con mucho optimismo y “el mate lleno de infelices ilusiones”, se invirtió en infraestructura urbana como nunca antes en nuestra historia.
En primer lugar, lo estructural: Nuestro espacio territorial departamental se ha desorganizado. La fuerza imantada de la sede de gobierno absorbe nuestra población departamental menguando la capacidad productiva primaria (agricultura, etc.) de las ciudades intermedias y pequeñas del campo, desconcentrando su población y restando sus recursos. En términos sencillos: “se ha vaciado y abandonado” nuestro campo con una tasa de migración campo-ciudad que hace crecer aceleradamente, sobre todo, la ciudad alteña. Un crecimiento poblacional acompañado de una práctica ocupacional que se puede simplificar en una frase: casi todos trabajamos en dar servicios a la burocracia estatal. No generamos industrias, empleos o empresas, a un ritmo razonable. Para los paceños, y para los que vienen a protestar diariamente a esta ciudad, todo es el papá Estado.
En segundo lugar, en lo educativo-formativo. En estos tiempos de la posverdad la sociedad boliviana consumó el ejercicio, morboso y siniestro, de la política. Una despreciable praxis política que es fomentada por todos nosotros (superemos el odio binario y asumamos nuestras responsabilidades), y es causa de la parálisis cotidiana (marchas, bloqueos, manifestaciones, etc.) de nuestra maltratada y descalabrada ciudad. Pero el problema no termina ahí. Esa praxis —de lo inmediato, de lo ruin, del éxito económico sin esfuerzo intelectual, de hacer chanchadas para trepar—, es proyectada a una población en formación como si fuera una razón de vida. Nuestros jóvenes y niños “aprenden” a diario esa mala práctica porque es aquí, en esta ciudad, donde todos los políticos del país dan muestras cotidianas de sus tenues luces y profundas sombras en los espacios urbanos que les brindamos, cortésmente, todos nosotros. Espacios de una ínclita ciudad que nos ha costado mucho sacrificio.
Carlos Villagómez es arquitecto.