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Max

A la segunda mitad de la década de los 80, cuando Bolivia forcejeaba por superar la hiperinflación de la UDP a través del llamado modelo de ajuste estructural, producto del Consenso de Washington que nos condujo a dos décadas de neoliberalismo, el gobierno estudiantil de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) estaba a cargo de la Unión Revolucionaria de Universitarios Socialistas (URUS), perteneciente al Partido Obrero Revolucionario (POR).

Érick Rojas y Ariel Román eran dirigentes de la Federación Universitaria Local (FUL) que conducían sus acciones por la ruta de las convicciones ideológicas y un activismo político que no admitía descansos. Por supuesto que no percibían salario alguno y cuando viajaban en representación del estamento estudiantil, estaban obligados a gastar lo mínimo indispensable y devolver lo que les sobraba de viáticos a los que tenían derecho hasta el último centavo. La férrea disciplina de URUS generó un mecanismo de severa austeridad para retornar la mayor parte de los montos que les eran asignados, a una cuenta bancaria generada por ellos mismos.

Es cierto que muchos dirigentes permanecieron en sus cargos representativos superando la década de permanencia en la universidad, pero esto tiene parte de su explicación en las continuas suspensiones de actividades académicas determinadas por las dictaduras militares. Así se entiende que en aquel tiempo se prolongaran permanencias más allá del promedio que debería permitir una carrera hacia el egreso y la licenciatura.

Como el URUS-POR era considerado por la población conservadora la extrema izquierda que por las noches se reunía con el demonio, se atacaba a sus dirigentes endilgándoles la etiqueta de vividores de la universidad, de activistas que en realidad no estudiaban y se encontraban ahí para agitar el país en busca de la dictadura del proletariado y del gobierno obrero campesino. Si entonces se estigmatizaba de esa manera a los Rojas y Román, ¿qué podríamos decir en la actualidad de este Max Mendoza, vinculado a Nueva Fuerza Republicana (NFR), luego al MAS y posteriormente al gobierno de facto de Jeanine Áñez?

Mendoza es la personificación de unas insultantes irregularidades en el sistema universitario boliviano que según un conocedor de cómo funciona éste, tiene su inicio con la asignación de recursos a las dirigencias estudiantiles a partir del Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH). En otras palabras, queda en la nostalgia la vieja dirigencia de izquierda con todos sus matices partidarios, e ingresa en el escenario una modalidad de gestión en el contexto del gobierno paritario docente estudiantil que distorsiona el sentido de existencia de una institución que tiene como misión generar formación académica, calificación profesional, tareas investigativas científicas y producción de pensamiento en todas sus disciplinas, incluida, por supuesto, la actividad político partidaria que hoy nos exhibe una universidad boliviana corrupta en la que ha desaparecido el debate político ideológico, aunque el antimasismo paranoico insista en que esto es producto de haber teñido de azul una institución que utiliza la sacrosanta Autonomía como una tapadera de fechorías.

Una reyerta en la Universidad Tomás Frías de Potosí, con cuatro estudiantes fallecidas, abrió las compuertas para descubrir una turbia administración estudiantil de recursos que, trasladada a La Paz, tiene en Álvaro Quelali como principal ejecutivo de la FUL con Bs 4,2 millones de presupuesto para la gestión 2022 y dos vehículos motorizados a su disposición, con el récord de 20 años de permanencia, habiendo circulado por varias carreras, de una de la cuales ya habría egresado. Entre Max, que tiene 52 años y no quiere egresar de la universidad y Álvaro en las mismas, tiene que haber una relación de hermandad eterna.

Resulta sencillo y utilitario diagnosticar la crisis a partir de la espectacularización de los perfiles biográficos de dirigentes como Mendoza y Quelali, pero lo cierto y estructural es que la educación superior institucionalmente administrada por el Comité Ejecutivo de la Universidad Boliviana (CEUB) exige una profunda reforma desde sus cimientos que con Autonomía en mano, se hace inexpugnable e inmune frente al Estado. Hace mucho que las universidades públicas se han convertido en reductos en las que hay demasiada mugre escondida, con varios rectores que en sus mandatos decidieron hacer de sus cargos catapultas para promocionar sus figuras hacia el escenario político nacional. La vocación académica de la que llegaban precedidos, quedó relegada a un segundo plano, pues de lo que se trataba era de pactar con los diferentes estamentos para sobrevivir con comodidad y presentándole batalla al MAS que, con su gobierno generó las millonadas (IDH) con las que hoy se manejan las federaciones universitarias con personajes de la catadura de Max Mendoza y Álvaro Quelali.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.