Indolencia
Una joven se crucificó esta semana en la plaza principal de Cochabamba. No protestaba por salarios devengados ni pedía audiencia con alguna autoridad de gobierno. Ni siquiera eran sus manos las que estaban amarradas a una estaca: era su dignidad lo que mostraba en alto, como una bandera amarga.
Su protesta era, una vez más, contra la violencia sexual de la que había sido víctima. Tiene cuatro meses de embarazo, fruto de una violación por la que no halla justicia. Su dramática protesta no era, sin embargo, contra jueces ni policía. Era contra funcionarios del Servicio Legal Integral del municipio, que lejos de ayudarla como es su labor y función, la sometieron a maltrato, la re-victimizaron y trataron de convencerla de conciliar con su violador. Ante la justificada indignación de la víctima, escribieron en su Informe que ella tiene “problemas psicológicos”, dándole así al violador un perfecto argumento para desestimar la denuncia y salir impune.
La indolencia, el machismo y el abuso de poder no son la excepción en muchas oficinas públicas: son la regla. Cuanto más vulnerable sea el ciudadano que acude en busca de una información o un servicio, más posibilidades de que sea humillado, intimidado y hasta extorsionado. Y en casos de abuso sexual, en lugar de empatía muchas veces lo que encuentran las mujeres son suspicacias, ofensas y clases de moral.
Me tocó escuchar, una vez, a dos doctores conversando en el pasillo de un centro de salud. A lo lejos se oían los gritos de dolor de una adolescente a punto de parir su primer hijo. Uno de los doctores, el más joven, se preguntaba si debían hacer algo para calmar el dolor de la muchacha. El otro, mayor, respondía: “Que sufra. ¿Para qué se embaraza?”.
Varias conclusiones pueden sacarse de ese breve intercambio.
La primera es la idea (frecuente en la mayoría de los hombres) de que las mujeres se embarazan: es decir, voluntaria y deliberadamente someten sus óvulos a una fecundación que, podría pensarse, realizan solas. En ciertos casos este acto malévolo de auto-fecundación se realiza con la villana intención de “atrapar” al hombre. En otros casos es por irresponsabilidad, desidia o vil lujuria. La mujer, como único ser fecundable, viene a ser también el único ser responsable del eventual embarazo y por tanto del niño que nazca. Si no era su intención parir ¿para qué se embaraza? —o sea: ¿para qué se abre de piernas?
La segunda conclusión es que tanto el embarazo como el doloroso parto, e incluso el sacrificio personal que implica la crianza de los niños, son una forma de “castigo” por el terrible pecado de haberse embarazado. Al hombre, por alguna inescrutable razón, no se le castiga en la misma proporción por cometer el mismo pecado, en complicidad con la misma mujer que está pecando a la misma exacta hora.
En el caso de violación el hombre puede ser perseguido legalmente, pero como él no se embaraza no sufre la consecuencia existencial de tener que parir y criar un hijo no deseado. Además de peregrinar por justicia, la víctima debe someterse a todo tipo de indignidades si quiere abortar, o debe asumir la crianza si no quiere o no puede terminar un embarazo que de ninguna manera ha buscado.
Por ello, me indigna que sean hombres —esos que felizmente no se se embarazan: es— los que determinen si es o no legal el aborto en Bolivia. Me exaspera que sean las religiones —esos reductos donde los hombres toman todas las decisiones— las que intervengan y decidan las políticas públicas de salud en Bolivia. Y me espanta la posibilidad de que sea ese doctor mayor —de anteojos gruesos y cabello grasiento— el que reciba a una muchacha que, después de haber sido violada, vaya a solicitar un aborto en el centro de salud donde él trabaja.
Verónica Córdova es cineasta.