Trilce
César Vallejo inventó esta hermosa palabra como combinación de dos sensaciones: lo triste y lo dulce. Así creo haberme sentido la semana pasada al escuchar la sentencia dictada contra Jeanine Áñez por haberse autoproclamado Presidenta ante una Asamblea vacía.
Es triste que la señora Áñez cumpla condena por un delito menos grave que haber autorizado al Ejército a ejecutar ejecuciones sumarias y masacres. Es dulce, sin embargo, que esté presa por el delito que sea —y no prófuga como Kaliman, o impune como Camacho, Mesa o Quiroga—.
Es triste que su pena sea de 10 años solamente. Es triste que se la castigue por omisiones procedimentales, incumplimiento de reglamentos, manipulación de artículos constitucionales, mentiras leguleyas —cuando en su conciencia están delitos mucho peores—. Además de autorizar masacres y persecuciones, socapar robos y aprovecharse del erario público, yo nunca olvidaré su crueldad deliberada hacia nuestros compatriotas en medio del horror de la pandemia. El gobierno de Jeanine Áñez les cerró las fronteras de su propio país a los bolivianos más vulnerables y los obligó a pasar la cuarentena más dolorosa y absurda en la intemperie helada de la cordillera. El gobierno de Jeanine Áñez se dedicó a hacer negociados con gases lacrimógenos y con respiradores, en un momento en que miles y miles de bolivianos morían en la soledad y el terror de la primera ola del COVID. El gobierno de Jeanine Áñez utilizó sus escasos meses en el poder para desmantelar la economía nacional y empujarnos a una pobreza que todavía vemos por las calles. Es triste que, pese a todo el tiempo que ha tenido para pensar y rezar, siga sin reconocer esos pecados terribles.
En sus alegatos frente a los jueces, la señora Áñez dijo que no se arrepiente de nada y volvería a cometer todos los crímenes que se le atribuyen. Y dijo, a la vez, que ella no tenía voz ni voto y fueron otros los que la pusieron como Presidenta. Lo contradictorio de esas dos declaraciones puede entenderse con un poco de análisis. Por un lado, debemos concurrir con la acusada: ella no estaba en las famosas negociaciones de la Universidad Católica. De su participación en la conspiración, la violencia y la ejecución del golpe no sabemos nada. Lo único que he podido encontrar en una minuciosa investigación son imágenes de ella bloqueando con pititas en una calle del Beni.
Jeanine Áñez recién aparece en escena el domingo 10 de noviembre, cuando empieza a declarar ante los medios que le corresponde la Presidencia. Luego la vemos el lunes 11 transportada en helicóptero y escoltada por militares. Y la vemos el martes 12 saltándose todas las reglas, leyes y procedimientos para autoproclamarse Presidenta y nombrar ministros a personas designadas por Camacho. Este itinerario tardío demuestra que la señora Áñez dice la verdad: a ella la invitaron, la trajeron y la invistieron para ponerle una máscara “legal” al golpe de Estado. Quienes diseñaron, organizaron y financiaron el golpe la usaron y luego la dejaron sola para que pague las consecuencias. Su vanidad y ambición la llevaron a desempeñar un papel muy triste, pero ella no se arrepiente. Lo haría de nuevo, porque el poder es dulce.
Es triste que las víctimas de los crímenes de lesa humanidad cometidos por Áñez y sus cómplices no tengan la satisfacción de un juicio de responsabilidades. Es triste que ella sea la única que pague, y que además pague poco y por los crímenes más leves.
Me desdigo, en realidad. Este resultado es más triste que dulce.
Verónica Córdova S. es cineasta.