Zócalo y ciclo
Regresé a México después de cuatro años. No pude cumplir mi deseo de tomar unos tequilas en el bar Tenampa en la plaza Garibaldi y me quedé con las ganas de ver el mural dedicado a Chavela Vargas, la única. Quería codearme con sus cuates, José Alfredo Jiménez y Joaquín Sabina, que, vivos o muertos, habitan ese espacio como cualquier parroquiano y beben y cantan con una pléyade de artistas que convirtieron ese antro en un túnel sin tiempo.
Mi interés en ese mural provenía de la nostalgia del concierto que, a inicios de este siglo, brindó Chavela Vargas en el zócalo de la ciudad de México. Estuve ahí, y nunca olvido la presentación que hizo Carlos Monsiváis sobre el canto de Chavela Vargas antes de darle un ramo de rosas e instalarse en un costado para contemplarla con las manos en los bolsillos. Ese evento cambió mi relación con ella y los boleros porque nunca más asocié su canto a la desesperanza, al callejón sin salida, al infortunio, a la nada de la totalidad. Desde entonces, desempolvo sus añejos discos de vinil para acompañar la celebración de la vida. Son momentos escasos pero intensos, suficientes para escuchar La llorona sin que te cueste la vida ni mueras de frío.
Recuerdos de tal índole me acompañaron esos días porque anunciaron un concierto de Silvio Rodríguez en el mismo Zócalo. Antaño no tuve afición por la nueva trova cubana excepto en la dosis que debía consumir para convivir con el exilio latinoamericano. Prefería escuchar Alfredo Zitarrosa y Alfredo Domínguez. El artista cubano fue invitado por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales que congregó a miles de investigadores e investigadoras del continente que fueron devorados por una multitud que convirtió el Zócalo, como dicen los cronistas, en una alfombra humana. Soy parte de esa red académica pero no fue ese el motivo de mi asistencia al concierto de Silvio Rodríguez sino porque quería escuchar Ojalá y La maza.
Ese concierto fue el cierre de una serie de eventos de debate intelectual y político intenso y enriquecedor. El debate puso en evidencia que la región enfrenta un escenario político que, a mi juicio, presenta dos rasgos principales. Por una parte, el legado, y también la crisis, de los gobiernos o fuerzas progresistas que marcaron el “giro a la izquierda” en la primera década y media del siglo XXI. Por otra, el surgimiento de fuerzas políticas y sociales de una derecha ultraconservadora que agrega —a la reivindicación del neoliberalismo— una batalla cultural — cual cruzada religiosa— contra la modernidad puesto que se concentra en el rechazo a los avances en la ampliación de derechos. En Bolivia vivimos esa situación. Un fanático católico condujo un golpe de Estado que derivó en una sucesión presidencial inconstitucional en manos de una evangelista provida. Ese intento de restauración oligárquica neoliberal fue efímero y, hoy, la oposición sigue anclada en el 2019, y está cansada y rendida. El MAS retornó al gobierno y sufre los problemas derivados de su incapacidad para encarar una transición del modelo decisorio dirigido por Evo Morales —entre 2006 y 2019— hacia una nueva modalidad de ejercicio del Gobierno que debe asumir un formato de coalición —eso es el “instrumento político”— puesto que ya no puede depender de la figura de un líder, quien se resiste a aceptar que su carisma se ha rutinizado y que estamos en otro ciclo político. Es decir, un segmento del oficialismo también vive anclado en el pasado e introduce, innecesariamente, incertidumbre en el proceso decisional gubernamental. Este columnista también añora a Chavela Vargas, pero se trata de un artificio, no del poder político.
Fernando Mayorga es sociólogo.