Vivir sabroso
Uno de los lados más obscuros del oficio periodístico es la ineludible gestión de la muerte. En menos de una semana contamos casi sin respiro decenas de danzas de la Huesuda. De la noche a la mañana, y sin intervención de Estados Unidos, se desata el más devastador terremoto en décadas en Afganistán: más de 1.150 muertos y alrededor de 1.500 heridos, muchos niños se han quedado huérfanos y el mundo se resiste a dejar de girar. En México son asesinados brutalmente dos sacerdotes jesuitas. Las masivas protestas indígenas y no indígenas en Ecuador han sido el contexto de por lo menos cinco muertes de las que poco se aclara en los medios, como si no hubiera un pasado reciente en países hermanos que alerte sobre la sombra de las masacres que salen sin aviso de las armas de los policías y de los militares que velan por la seguridad de quienes detentan el poder. En el curso de los mismos días, tres policías fueron asesinados en Santa Cruz en un caso que claramente está emparentado con el narcotráfico: los pusieron de rodillas antes de dispararles; después de un par de fotos de velatorios, queda poco en los medios sobre el desgarro de sus seres cercanos. Y casi a diario, mujeres son asesinadas por sus parejas o exparejas, casi a diario niñas y niños quedan sin el calor materno. A esto se suman, cada hora, las muertes por robos, por accidentes de tránsito, por falta de atención médica gratuita, por hambre, por frío… Y lo peor que nos puede pasar a las y los periodistas es lo que les sucede a muchos trabajadores de la salud: la indolencia. Trabajar con la noticia es lidiar cotidianamente con la muerte, la de seres humanos o animales, y exponerse al gran riesgo de que en algún momento de nuestro andar se nos muera la capacidad de sentir por los otros. Cuando la violencia y la muerte se convierten en pura materia prima de la producción de contenidos mediáticos que palpitan solo en función de la publicidad o de obsesiones políticas de propietarios de medios o de los propios periodistas, es el fin de todo. Es el inicio de las tendencias en redes sociales que ponen como centro de atención, en contados minutos, un tiktokero que se burla de Impuestos Internos y las amenazas de la institución en cuestión contra el valiente de la libertad de expresión. En esos mismos minutos, y en esas mismas pantallas de la borrachera digital, queda en el cesto del olvido que la periodista palestina Abu Akleh murió por un disparo de las fuerzas israelíes hace poco, o que más de 50 latinos fueron hallados muertos en un remolque de migrantes indocumentados que viajaban clandestinamente por una carretera estadounidense.
Bien mirado, la convivencia con la muerte, además de paradójica, es una experiencia que nos desafía (absolutamente a todos) a contactarnos con el núcleo mismo de nuestra existencia. La pandemia, dijeron expertos, religiosos, actores políticos, psicólogos, líderes espirituales y conductores de televisión, llegó para reinventarlo todo, para mostrarnos la maravillosa condición de estar vivos, de tener salud, de compartir juntos. Creímos, en la pesadilla del encierro, que era un sueño ir a tomar un café con la amiga, no sabíamos si volveríamos a disfrutar de un partido de fútbol o si una cena de familia era aún posible. El adiós a los seres queridos y a los amigos nos cubrió el rostro y el cuerpo de miedo. Se derrumbaban los que parecían derechos básicos. Nos dijimos que solo quedada vivir cada día en plenitud, que lo esencial es estar juntos, sanos, en paz, en alegría. Pasó lo peor, incorporamos los cuidados básicos, llegaron las vacunas y dejamos atrás la gran pesadilla de prohibirnos el contacto humano, olvidamos el milagro de la vida. De recordarlo, las tensiones que se viven ahora mismo en el planeta, las renovadas guerras comerciales o las guerras a secas no habrían podido entrar nuevamente en escena. Nuestras relaciones interpersonales no habrían vuelto a presentar esos síntomas de intolerancia, de mezquindad o de indiferencia que envuelven hoy nuestra cotidianidad. La tendencia no sería correr detrás de “las tendencias en las redes sociales” como motor de sentidos.
¿En qué rincón de cada uno de nosotros y nosotras estará la energía violeta de la ternura umbilical? ¿Qué fuerza verde tiene que llegar al abrir los ojos por la mañana para sonreír y sostener el gesto pase lo que pase hasta volver a descansar después de un día entregado a los otros? ¿Qué viento fresco tiene que soplarnos en el oído que sí es posible una política del amor, como sugirió Gustavo Petro, un vivir sabroso, como invitó Francia Márquez, la noche de su victoria en las urnas colombianas? ¿Qué pantalla de teléfono inteligente cuenta con la suficiente inteligencia para filtrar por nosotros lo esencial de lo tendencial, lo determinante en nuestras relaciones de sociedad de lo que determina la fuerza de los mercados y del dinero? ¿Qué aplicación hay que bajar a la pantalla para distinguir lo que contiene vida de lo que inmoviliza como el más obscuro de los ataúdes?
Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.