¿Quién quiere a Julio Iglesias?
Al parecer Andrés Calamaro que, en 2019, vino a Cochabamba, escribió en sus redes: “Estoy en una curiosa ciudad: coche-bomba”. Seguramente olió que se venía ese engendro conocido como “motoqueros”. Todavía no había manifestado su apoyo a Vox, otro engendro derechista pero español. Cuando lo hizo, guardé (un minuto de) silencio. Pero esta vez me cuesta perdonarlo porque se le ocurrió invitar a Julio Iglesias para entonar a dúo su canción Bohemio. Seguramente indultaré a El Salmón puesto que me da la oportunidad de escribir sobre/contra ese cantante que tiene nombre de mes y apellido de recinto religioso.
Julio Iglesias cantó para sátrapas. Ninguna novedad. Fue admirador de Franco y Pinochet cuyo estilo dictatorial estaba a la altura de su melosa y odiosa voz. Hace años viajó a Guinea Ecuatorial para dar un recital al dictador Teodoro Obiang porque era un buen negocio. Por eso, ante las críticas de Human Rights Watch que le pidió que desista de ese viaje, declaró: “No me han pagado por detrás ni de forma rara”. No canceló su viaje. Años después, Julio Iglesias declaró que solo dejaría de cantar cuando se muera y cuando leí esa terrible noticia recordé una frase célebre de la madre Teresa de Calcuta: “Hay que dar hasta que duela”, refiriéndose a su entrega a los pobres. Pero cuando se trata de Julio Iglesias cantando (sic) es a nosotros a quienes nos duele y, en este caso, la bondad debería tener límites. Y recuerdo que esa frase también fue utilizada por un rudo zaguero argentino que, ante la pregunta del porqué de sus terribles patadas cuando un rival lo gambeteaba, repitió aquello de que “hay que dar hasta que duela”.
¿A qué viene esta mención sobre fútbol si estamos hablando de música? Simplemente porque si no hubiera sido la infeliz puntería de un jugador que propinó un puntapié a Julio Iglesias, una promesa de arquero, no habría colgado los botines por lesión. Así, el mundo perdió un guardameta mediocre y ganó un esperpento de voz que nos azota desde hace varias décadas. Y en su haber tiene varios crímenes de vileza humanidad: perpetró versiones fútiles de las canciones de José Alfredo Jiménez, atentó contra el tango en un disco que es una masacre colectiva, realizó una afrenta al ballenato cuando secó La gota fría rodeado de bellas mujeres pero seguramente sordas, y ni hablar de la bilis que provocó su adaptación parapléjica de Derroche de Juan Luis Guerra. Podría seguir elaborando una lista interminable de oprobios pero es tarea tuya, lector/a.
Alguna vez admitió de manera cínica que tenía una “voz débil”, lo que no fue un óbice para que nos torture durante cuatro décadas perpetrando alevosos atentados contra la música. En una suerte de mea culpa agradeció a “toda la gente que durante tantos años le ha dado su tiempo”, aunque dudo que tenga noción alguna del daño que provocó con su garganta de hojalata. Volviendo al anuncio del retiro de Julio Iglesias hace más de una década recordemos que, en un acto realizado en Madrid, fue condecorado porque era el cantante latino que más discos vendió en la historia y, como muestra de agradecimiento, anunció que solo le quedaba “salirse del escenario”. Al fin decidió darnos paz, no solamente tregua. Sin embargo, por culpa de Andrés Calamaro, rompió esa promesa. Y mientras escribo estas notas mi sentimiento hacia El Salmón va transcurriendo de la comprensión a la irritación.
Fernando Mayorga es sociólogo.